lunes, 18 de febrero de 2019

Zalaca


El señorito Jaime se ha comprado un caballo nuevo. El otro lo tiene atrás. El viejo caballo, que ya no monta nunca, se ha convertido en un huraño tragapanes que se pasa el día amorrado al pesebre, en donde no sabe si masca grano o resopla sobre él su sueño, levantando nubes de polvo gramíneo. El de ahora es un potro rojizo, con un pelo que brilla como bañado en aceite. Piafa y escarba nervioso, y de momento no consiente con gusto que nadie lo monte. Como mucho, el señorito Jaime acierta a subirse sobre la silla y darse un corto paseo, si antes dos gañanes le sujetan bien las bridas y las orejas al animal. José descansa un poco, ha estado todo el día despanochando maíz. José tiene veinte años. Piensa, tumbado bajo el fresno, que ese es el peor trabajo que puede tocarle, de entre todos los que hay en el campo en todo el año. Tanta calor hace. Tanta sed y tanta piquiña en la garganta y en la piel. Pero ahora ya hay que parar. A lo mejor hoy no tenemos la misma noche que ayer. A lo mejor se baja un poco la bolsa del siroco y nos entra aire más fresco desde Portugal. Aquí mismo, o más allá, estuvo el real de Al-Mutamid. Hasta aquí vino, hace nueve siglos, el rey sevillano con los suyos. -Toledo ha caído- dijeron. Y un hormigueo de emisarios recorrió los llanos y las lomas, bajaron y subieron Sierra Morena, porque los monarcas del sur sabían que el perro rey castellano-leonés también querría atacarlos a ellos. Pidieron ayuda a sus hermanos de Africa y una marea de guerreros erizados de jabalinas y venablos cruzaron a Gibraltar para subir el Camino de la Plata. El río Zapatón tiene eses de frescor y de juncos, y tiene carpas y jarabugos, en su verde camino hasta el Guadiana, con las aguas del Jola y de los cabezos de alcornoque y granito.  José está amodorrado, bajo la esfera de aire picante en el regazo del áspero fresno. Oye el rumorcillo del agua, pero se le enturbia y mezcla con la risa -esa risa irritante y asquerosa- de Visi. Visi es la hija del señorito Jaime. Cuando el señorito Jaime quiere burlarse de José, cosa que hace casi a diario, lo hace lanzándole su jornal en el comedero de los cerdos, o cogiéndole su talega -su dura talega de lona, con su trozo de pan negro y tocino- en la alberca del pozo, dentro del agua verde. Y también lo hace retándole con risa de media cara, a que suba a su caballo nuevo, para ver si lo saca por las orejas y puede divertirse a fondo si termina con algún hueso roto. Y Visi se ríe también. Visi, la hija del señorito Jaime, se ríe como desde arriba. Y cuando el señorito Jaime se marcha, ella se acerca a José, levanta sus sayas y le enseña al pobre muchacho la entrepierna, y se toca el sexo viciosamente.... -Mira: si no te caes del caballo, esto es pa tí...-  Pero sabiendo que no sería posible, y que ese gesto no era más que otra burla. Una más. El rey Alfonso se asienta con su caballería y su hueste de a pie en el norte. Al sur, a orillas del Guadiana, acampa Al Mutamid, agasajado por Muttawakil, el rey de Badajoz. Con los suyos y con huestes de Granada y Málaga, harán frente a los infieles. Irán a la guerra. Como antes lo hicieron entre ellos mismos. Y como después volverán a hacerlo. Y como lo hicieron contra el califato, porque no quieren rendir cuentas a una corona lejana y abusiva. Hace calor. Hace muchísimo calor. Nadie tiene eso en cuenta, creo. Pero hace un calor asfixiante. A primera hora de la tarde, tras la montería, José deberá tener lista la comida para los escopeteros -como hizo al alba, cuando les avió las migas con torreznos y el café-  Son muchos. Son ricos y se ríen mucho de todo. También querrán reírse de él. El señorito ya avisó de que mientras comieran mandaría a José para que intentara montar a su nuevo caballo. A orillas del Zapatón ahora no hay campamentos de moros ni cristianos. Sólo hay pescadores que asedian al barbo y al black-bass. El famoso Alvar Fáñez manda la caballería cristiana, que ataca frontalmente y sin piedad. Causa bajas y provoca pánico. Los caballos de Fáñez son como tanques, cargados de mallas y lorigas. Nadie puede detenerlos. Ni los ejércitos taifas, ni los almorávides. Todos ceden a su empuje. Y el rey cristiano penetra con osadía en los campamentos enemigos. José ha decidido no perder su tiempo. Ha cebado bien el comedero de los caballos. Y ha arrojado dentro un cubo de maíz triturado mezclado con unos puñados de sal gorda. Dos horas después, ha resuelto que el nuevo caballo, el caballito alazán capricho del señorito, hoy no pasará la mañana mascando paja fresca en la penumbra de las cuadras. Lo toma de la brida y lo lleva junto a la cancilla, en la entrada del cortijo. Y allí lo quedó durante toda la mañana y el bochornoso mediodía. La batalla está siendo larga de horas. Y los caballos de Alvar Fáñez están muy fatigados. Los caballitos árabes apenas vinieron desde Badajoz, en donde aguardaron su hora entre las verdes juncias, bebiendo agua del Guadiana. Los de Alvar recorrían mientras tanto más de cien leguas antes de guerrear. Y todo ello lo hicieron revestidos de chapas, cadenas y cotas. El agotamiento de los animales se unió a la desazón de los caballeros cuando, ya engolosinados de victoria, comprendieron que estaban rodeados. Por la Cañada Honda se adivina la nube de polvo que levantan los coches y las camionetas de rehala. Están llegando. José corre hacia el caballo y lo trae, con los ollares ávidos de aire, hasta la alberca. El animal bebió con ansiedad mientras José le limpiaba el sudor de la grupa y del pecho. Tras haber vencido y hecho huir a los infantes andaluces y magrebíes, nadie esperaba verse así: rodeados, heridos y atropellados por una avalancha incontenible de guerreros espantosos. Gigantes subidos en camellos. Negros sudaneses   mandados por Yusuf ben Tas´fin. Temibles mercenarios que dieron muerte o hirieron a muchos, incluido el propio rey leonés, que tuvo que regresar huyendo medio desangrado, muy lejos, hasta las murallas de Coria. Cuando todos esperaban su rato de diversión, con el vaso largo en la mano, entre risotadas que salían desde rojos mofletes, el humilde José obedeció. Tomó, como le pedían entre chascarrillos, los arreos del caballo, que -hinchado y prieto de tanta agua- parecía rezar para que su panza no estallase, luchando por respirar y seguir viviendo. Lo ensilló y lo montó. Y se paseó sobre él durante largo rato, arriba y abajo, por la plaza del cortijo, por el paseo de manzanos y por la orilla del regato. Y volvió hasta ellos, feliz por dentro, porque ahora nadie se reía de él. Nadie lo tiene en cuenta, pero él sí: hace calor. Muchísima calor, aquí.

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