lunes, 18 de febrero de 2019

El club de los poetas fusilados




Hoy todos se apenan por Robin Williams, muecas de sonrisa, ojos de sonrisa. Ha muerto y muchos se ablandan, notando que somos ya menos jóvenes y que caen, cambian o se marchan para siempre algunos de los lugares, cosas o personas que nos han influido, marcando de algún modo un hito, un punto reconocible en nuestra biografía. En la formación de eso que somos o que aún estamos construyendo. Yo también estoy apenado, sin duda. Pero la verdad es que yo no estudié en Eton o Welton o como se llamase aquel colegio, no sé si recordáis. No tuve un profesor Keating. Ni un amigo como el de Will Hunting. No. Yo había descubierto a Whitman por casualidad. Y aun así no lo he leído mucho. Bien: sólo sus Hojas de Hierba. Pero reconozco que fueron hojas frescas, rociadas muy fino, en las que daba gusto tumbarse. Yo había leído, muy joven y por pura curiosidad y placer, a Shakespeare en las largas siestas de verano, cuando el calor achantaba a mi pandilla de cofrades de gamberrías y a mi equipo de baloncesto, inutilizándolos durante horas y haciéndolos dormitar hasta bien caído el sol. Era imposible. La poesía nunca hubiera podido ser, para un niño de la España del último franquismo, un trampolín a la vida. Sólo era una máquina de fabricar epopeyas. Una furcia barata que hacía arrumacos a los jerifaltes. Porque los otros, los poetas de verdad, habían sido depurados, exiliados o fusilados. La lectura disidente, la casualidad a veces, nos hizo comprender que Lorca había escrito más cosas, distintas y distantes de la boda de la lagarta y el lagarto. Comprender y saber -algunos aún hoy quieren hacerlo pasar así-  que Machado no se fue a Francia para visitar a una tía segunda. O que Miguel Hernández no falleció por hacer dieta sin supervisión de una nutricionista competente. La Poesía comenzó a decir cosas que nos habían ocultado. Pero no hablaba solamente del amor o la iniciación a la vida. No me dieron ganas de vestirme de tules e interpretar a Hipólita en el teatro López de Ayala. La Poesía había sido la voz de la Libertad, como en la dichosa película en la que Williams nos espolea y nos quiere dar alas. Pero la Libertad, en España, no en Vermont, USA, era la que ansiaba Hernández (sangro, lucho y pervivo) con carne desgarrada, o Altolaguirre (ya que no puedo ser libre, agrandaré mis prisiones). La que Lorca necesitaba (en tu cuerpo guardabas las lavas de tu pasión) ¿Por qué son peligrosos los poetas? ¿Qué hubo de temible en la pluma de Miguel, la guitarra de Víctor, los teatrillos de Federico? ¿Por qué matarlos a todos? La Poesía (miel en el pecho dolorido de un hombre), como el Teatro, alzaba imponente una bandera, un grito, un argumento, que eran incompresibles para el orden brutal, infinitamente hipócrita, que se nos había fajado a todos. Había que leer. Hay que leer. La radical rebelión, de exigencia libertaria, se exhibe, quizá, en la calle. Pero se fragua en la mesa, sobre un libro o unos papeles. La rebelión, sí: la profunda disidencia que me hace pensar, sentir o vivir de forma inesperada, resistente a esquemas previsibles y controlables, es una consecuencia de una auténtica y más profunda revolución. El encuentro conmigo y con mi vida. Los sentimientos, las aspiraciones, la sensualidad, el deseo, la solidaridad, la duda. También el odio, o los celos. La muerte. Tantas cosas. Y todas y cada una. Son materia de reflexión. También materia de creación, de progreso, de autoconocimiento y aceptación. Y luego de reivindicación. Para ser uno mismo. Y serlo junto a los demás. O contra todos los demás. Materia para tener faena durante una o mil vidas. Recorrer ese laborioso trayecto, seleccionando ahora este camino, luego aquel otro. Irrenunciablemente libre. En pie sobre el pupitre. Incansablemente independiente. Hay tajo, amigos. No perdamos el tiempo. Carpe Diem.

Publicado en agosto de 2014

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