Sí: estuve en un banquete de bodas anoche.
En el Castillo de las Seguras, seguro que lo conocéis. Es una casa castillo
cerca de Cáceres, puede verse desde la carretera. Es uno de esos lugares que
parece como de cuento, que es un gozo para los que lo ven, pero que,
inevitablemente, hace ensoñar a uno cómo será vivir allí. No estar de visita,
junto con otras doscientas personas, sino vivir en él, tenerlo como hogar.
De este tipo de celebraciones, ya se sabe: todo es fantástico. Comida y bebida muy finamente presentada y servida. Conversaciones y chistes. Personas a las que hace mucho que no ves. Fotografías. Copas. Pero invariablemente me suele suceder algo: llegado un momento, un par de horas después de navegar en ese ambiente, necesito salir. El ruído, sin ser atronador, resulta excesivo por lo constante. Me cansa estar de pie o sentado. Sonreir, responder, asentir o lo que sea me fatiga. Y necesito encontrarme de nuevo. Conmigo mismo.
Para eso, el castillo cuenta con unos patios deliciosos. Asientos de piedra o de hierro en rincones rodeados de plantas y flores. Con iluminaciones tranquilas y relajantes. Había dado unos pasos hacia afuera para buscarlos y el espíritu se aquietó casi de inmediato. El sonido de las voces y los cubiertos se había amortiguado casi totalmente. Unas cuantas personas habían sentido mi misma necesidad y descansaban en estos cenadores mirando a las estrellas. Se estaba bien. Siempre creo que es agradable -y hasta necesario- escuchar los propios pasos cuando se camina. El rechinar del polvo sobre los lascones de pizarra, o el crujir tierno de la hierba recién regada. Malo es es lugar en donde andas y no oyes tus pasos.
Pero es aún mejor encontrarte allí en donde puedes escuchar también tus propios pensamientos. No lo dudé. Recorrí unos metros más por la corta galería hasta la salida. Crucé el arco almenado y me hallé en el exterior, mirando al campo de madrugada.
Sorprende notar que el sonido no se marcha tan rápido como dicen. Perdura unos minutos en nuestra cabeza. Pero si se sabe esperar, se va. El aire, que uno puede creer más frío, en realidad es un aire nuevo. El de esa noche, era el aire que venía desde la llanura, sorteando encinas coronadas por las cigüeñas. Y traía olor a jara, a olivilla y a corcho recién sacado.
Y el silencio... de repente, por fin, percibí el silencio. Pero también me sorprendió. Porque la noche -siempre lo dije, y aquí lo escribí alguna vez- tiene sus propias criaturas. Es un mundo distinto al que solemos habitar. Y bien distinto del que yo acababa de escapar. La noche tiene su olor, sus propias deidades, su propia techumbre: la del firmamento, que durante el día está oculto aunque esté ahí, diciendo bien claro que las horas de luz no merecen esa bóveda moteada en blanco de zinc por un artista inalcanzable.
La noche, sí, tiene sus propias criaturas, que nos son tan extrañas como si fueran de otro planeta. O son las mismas, pero son distintas. Lo sabéis: un gato de día puede dormitar todo el día en un cesto. Por la noche, se convierte en un ser mitológico que campa por donde no sabemos, y que emite sonidos impropios y espeluznantes. No reconocemos a nuestro gato cuando lo escuchamos maullar sobre el tejado, tan inquietante es.
Esta vez también fue así. En cuanto mis tímpanos dejaron de resonar con sonidos tan paganos, la noche me fue regalando los suyos propios. El silencio de la noche. El sonido de la noche. O el sonido del silencio.
Yo me escuchaba pensar. Oía casi el crecimiento de la hierba. Pero el sonido de fondo era una verdadera coral. El silbo del cárabo, que tantas veces imité de niño juntando mis manos y soplando entre ellas. El rumor del viento, que a ráfagas impactaba en los canchales y agitaba un arbusto. El siseo de la lechuza: ese siseo lejano que te eriza el pelo y que recuerda al de una serpiente que tuviéramos en los mismos tobillos. Y el chillido corto y apresurado de algún roedor, quizá asustado y a la carrera, tras notar la presencia del búho real.
Estaba así, disfrutando digamos, con los ojos cerrados y quizá con cierta sonrisa, de la noche, cuando al coro de sonidos y voces se sumó otro. Como el redoble in crescendo de un timbal, me llegó una voz. Como el redoble intensificado, llegó otra. Primero desde el frente, bajando desde la Sierra de San Pedro. Rebotando en cada globo de granito. Después, la respuesta, desde mi espalda, como bajando con el agua del Salor. Y otra vez. Y otra respuesta. La primera me asustó. Después comprendí.
-"Son ellos" - Aún estamos en agosto, pero sí: son ellos. De entre las criaturas nocturnas, una había venido a reclamar su espacio en el coro de fábula y fantasmas. Dos príncipes se comunicaban
separados por decenas de kilómetros. Yo estaba en el medio. Dos tubas tronaban y dialogaban desde la resonancia de sus pechos en tensión.
-"Son ellos. Ya berrean los machos. Los de dentro se lo están perdiendo..."
De este tipo de celebraciones, ya se sabe: todo es fantástico. Comida y bebida muy finamente presentada y servida. Conversaciones y chistes. Personas a las que hace mucho que no ves. Fotografías. Copas. Pero invariablemente me suele suceder algo: llegado un momento, un par de horas después de navegar en ese ambiente, necesito salir. El ruído, sin ser atronador, resulta excesivo por lo constante. Me cansa estar de pie o sentado. Sonreir, responder, asentir o lo que sea me fatiga. Y necesito encontrarme de nuevo. Conmigo mismo.
Para eso, el castillo cuenta con unos patios deliciosos. Asientos de piedra o de hierro en rincones rodeados de plantas y flores. Con iluminaciones tranquilas y relajantes. Había dado unos pasos hacia afuera para buscarlos y el espíritu se aquietó casi de inmediato. El sonido de las voces y los cubiertos se había amortiguado casi totalmente. Unas cuantas personas habían sentido mi misma necesidad y descansaban en estos cenadores mirando a las estrellas. Se estaba bien. Siempre creo que es agradable -y hasta necesario- escuchar los propios pasos cuando se camina. El rechinar del polvo sobre los lascones de pizarra, o el crujir tierno de la hierba recién regada. Malo es es lugar en donde andas y no oyes tus pasos.
Pero es aún mejor encontrarte allí en donde puedes escuchar también tus propios pensamientos. No lo dudé. Recorrí unos metros más por la corta galería hasta la salida. Crucé el arco almenado y me hallé en el exterior, mirando al campo de madrugada.
Sorprende notar que el sonido no se marcha tan rápido como dicen. Perdura unos minutos en nuestra cabeza. Pero si se sabe esperar, se va. El aire, que uno puede creer más frío, en realidad es un aire nuevo. El de esa noche, era el aire que venía desde la llanura, sorteando encinas coronadas por las cigüeñas. Y traía olor a jara, a olivilla y a corcho recién sacado.
Y el silencio... de repente, por fin, percibí el silencio. Pero también me sorprendió. Porque la noche -siempre lo dije, y aquí lo escribí alguna vez- tiene sus propias criaturas. Es un mundo distinto al que solemos habitar. Y bien distinto del que yo acababa de escapar. La noche tiene su olor, sus propias deidades, su propia techumbre: la del firmamento, que durante el día está oculto aunque esté ahí, diciendo bien claro que las horas de luz no merecen esa bóveda moteada en blanco de zinc por un artista inalcanzable.
La noche, sí, tiene sus propias criaturas, que nos son tan extrañas como si fueran de otro planeta. O son las mismas, pero son distintas. Lo sabéis: un gato de día puede dormitar todo el día en un cesto. Por la noche, se convierte en un ser mitológico que campa por donde no sabemos, y que emite sonidos impropios y espeluznantes. No reconocemos a nuestro gato cuando lo escuchamos maullar sobre el tejado, tan inquietante es.
Esta vez también fue así. En cuanto mis tímpanos dejaron de resonar con sonidos tan paganos, la noche me fue regalando los suyos propios. El silencio de la noche. El sonido de la noche. O el sonido del silencio.
Yo me escuchaba pensar. Oía casi el crecimiento de la hierba. Pero el sonido de fondo era una verdadera coral. El silbo del cárabo, que tantas veces imité de niño juntando mis manos y soplando entre ellas. El rumor del viento, que a ráfagas impactaba en los canchales y agitaba un arbusto. El siseo de la lechuza: ese siseo lejano que te eriza el pelo y que recuerda al de una serpiente que tuviéramos en los mismos tobillos. Y el chillido corto y apresurado de algún roedor, quizá asustado y a la carrera, tras notar la presencia del búho real.
Estaba así, disfrutando digamos, con los ojos cerrados y quizá con cierta sonrisa, de la noche, cuando al coro de sonidos y voces se sumó otro. Como el redoble in crescendo de un timbal, me llegó una voz. Como el redoble intensificado, llegó otra. Primero desde el frente, bajando desde la Sierra de San Pedro. Rebotando en cada globo de granito. Después, la respuesta, desde mi espalda, como bajando con el agua del Salor. Y otra vez. Y otra respuesta. La primera me asustó. Después comprendí.
-"Son ellos" - Aún estamos en agosto, pero sí: son ellos. De entre las criaturas nocturnas, una había venido a reclamar su espacio en el coro de fábula y fantasmas. Dos príncipes se comunicaban
separados por decenas de kilómetros. Yo estaba en el medio. Dos tubas tronaban y dialogaban desde la resonancia de sus pechos en tensión.
-"Son ellos. Ya berrean los machos. Los de dentro se lo están perdiendo..."
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