Vengo de Telena. Me costó encontrarla,
pero la vi. O más bien, paseé por encima de su solar. No queda nada de Telena.
Telena es el fantasma de un pueblo. Es un pueblo que ya no existe, porque fue
destruído en 1640. Otros pueblos fueron también destruídos, o a lo largo de su
historia fueron renovados, o crecieron, o vieron cómo a su alrededor brotaban
murallas nuevas para luego ser otra vez derribadas, o quién sabe qué...
Pero subsistieron y siguen ahí para contarlo. Y sus muros y sus tejados,
y cada una de sus fuentes y sus torres persisten frente al tiempo, mientras a
sus pies continúan sucediéndose generaciones de hombres y de mujeres.
Cuando Telena cayó, fue para no levantarse más. Su historia tuvo un punto final y a mi me seducía saber dónde estaba. Acaso imaginar cómo se vivía allí, a orillas del Guadiana. No me interesaban sus anales militares -tuvo un hornabeque que la rodeaba y muchas escaramuzas haciendo frente a los portugueses-, sino que me atraía la posibilidad de encontrar algún rastro, siempre los busco en lugares abandonados, de quienes allí estuvieron. Cada pueblo tiene un alma, creo yo, y quizá la de Telena pudiera estar allí todavía.
El camino hacia el Guadiana ya no era recto, como antaño, cuando me bañé en Benavides con Portugal en la otra orilla. Ahora enormes tablas de secano se alternaban con maizales y nogaleras, que me cegaban cada vuelta del sendero. Una instalación fotovoltáica se ha adueñado del solar que se le ha antojado, obligando a un enorme rodeo, pero quería seguir porque el río respiraba tras la alameda, como llamándome. Telena ya no está. Sólo queda una meseta alta, testigo de su perfil, formada por el polvo de sus casas y murallas, como la tumba de un gigante que sepulta todo resto suyo, sea cual sea. Y sobre ella, pedazos de algún viejo torreón, unas pitas ya espigadas, una palmera, la boca cuadrada y negra de un aljibe cuyo fondo no se ve. Y me pareció que tantas cavilaciones y esa poquita de melancolía le tendrían que parecer ridículas a los capataces de finca que vigilan la presión de los motores del agua, y a los ciclistas con sus bicis de monte y sus ropas fluorescentes, que pasan mirando desde lejos a un tipo que allí, sobre aquel cerrillo tan raro, coge ladrillos del suelo y hace fotografías a las piedras.
Cuando Telena cayó, fue para no levantarse más. Su historia tuvo un punto final y a mi me seducía saber dónde estaba. Acaso imaginar cómo se vivía allí, a orillas del Guadiana. No me interesaban sus anales militares -tuvo un hornabeque que la rodeaba y muchas escaramuzas haciendo frente a los portugueses-, sino que me atraía la posibilidad de encontrar algún rastro, siempre los busco en lugares abandonados, de quienes allí estuvieron. Cada pueblo tiene un alma, creo yo, y quizá la de Telena pudiera estar allí todavía.
El camino hacia el Guadiana ya no era recto, como antaño, cuando me bañé en Benavides con Portugal en la otra orilla. Ahora enormes tablas de secano se alternaban con maizales y nogaleras, que me cegaban cada vuelta del sendero. Una instalación fotovoltáica se ha adueñado del solar que se le ha antojado, obligando a un enorme rodeo, pero quería seguir porque el río respiraba tras la alameda, como llamándome. Telena ya no está. Sólo queda una meseta alta, testigo de su perfil, formada por el polvo de sus casas y murallas, como la tumba de un gigante que sepulta todo resto suyo, sea cual sea. Y sobre ella, pedazos de algún viejo torreón, unas pitas ya espigadas, una palmera, la boca cuadrada y negra de un aljibe cuyo fondo no se ve. Y me pareció que tantas cavilaciones y esa poquita de melancolía le tendrían que parecer ridículas a los capataces de finca que vigilan la presión de los motores del agua, y a los ciclistas con sus bicis de monte y sus ropas fluorescentes, que pasan mirando desde lejos a un tipo que allí, sobre aquel cerrillo tan raro, coge ladrillos del suelo y hace fotografías a las piedras.
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