El año viene con recortes a
las prestaciones que el Estado ofrece a los ciudadanos. Y con subidas de impuestos.
Es decir: tendremos que pagar más para tener menos. Y aún daremos gracias si
estamos en el caso de poder seguir haciéndolo. Desdicha de pobres, tener que
dar gracias por poder trabajar.
Yo ya sé que el caso a lo mejor no es comparable, o sí lo es. Pero a mi, toda
esta trama -o debería decir "drama"- de golfos apandadores, señoritos
caciques encorbatados, aristócratas, curas y políticos en connivencia,
corruptos todos ellos, me recuerda inevitablemente a la película "Los
Santos Inocentes". Y antes de que nadie deje de leer, advierto: no es tan
lejano lo que cuenta esa peli, sino que hace bien poco. Y tampoco tenemos la
garantía de que lo más o menos lejano en el tiempo no pueda volver. Ni tan
siquiera la tenemos de que se haya ido del todo.
No, no es lejano ni es ajeno. Fue aqui mismo lo narrado. Y no hace tanto
tiempo.
Hasta en primera persona he escuchado contar historias, verídicas éstas, de
boca de mis mayores. De cómo estudiar no era posible para ningún niño o joven
de familia trabajadora, por muchas cualidades que se le adivinaran. Los
registros de alforjas y aguaderas, por si al salir del cortijo del señor,
acabada la jornada, algún desdichado osara robar pan o queso. Las tinajas
enterradas bajo suelo, llenas de embutidos bañados en aceite, cuyos despojos
más rancios eran dados a los animales antes que a las personas hambrientas. Las
caminatas de toda una noche llevando cerdos de una a otra finca por dos niños a
los que no se les pagaba ni aun se les ofrecía agua ni comida, sino un ahora
vas y te vuelves. La extrañeza o quizá la indignación de los terratenientes
porque los pobres también podían, a pesar de todo, gozar del amor y del
sexo: no deberían tener derecho, decían, creyéndolo verdaderamente.
La bofetada con que un cura solía adoctrinar al pobre, que por pobre ni pecar
sabía. O la inocencia, la de mi madre por ejemplo, que se podía perder en un
confesionario: al acabar de confesarme por primera vez, me decía la
pobre, aquel hombre me preguntó tales cosas impensables para mi,
ignorante y niña, que bien puedo decir que dejé de ser inocente allí mismo. Las
jornadas de sol a sol. El servicio a cambio de poco o de nada. Los largos años
dedicados a sólo trabajar. El escrutinio del señor, que vigila que no haya
nadie sin servirle, apenas dándole tiempo a dejar atrás la infancia. La
tristeza, la impotencia de pedir la jubilación y descubrir que de todos
aquellos años, tan sólo algunos habían sido cotizados. La negación del pan, del
futuro, de la justicia. Y en fin, hasta cuando a pesar de todos los pesares, de
los abusos y de la ausencia de derechos, uno lograba juntar monedas de dolor y
sudor y plantarse en la almazara para comprar aceite, aún había alguien que
abollaba a golpes la alcuza para que cupiese menos cantidad dentro. Historias
de vidas duras, de personas insoportablemente maltratadas, que, ya viejos,
pedían al niño que les leyera la carta que había venido de Bilbao, añorantes de
su sangre emigrada y ansiosos por ver qué decían esas letras.
Mirad bien alrededor. Decidme si es cierto que las oportunidades son iguales
para todos. Decidme que los medios productivos están bajo el control y al
servicio de quienes los trabajan y necesitan de sus frutos. Que el Estado y las
autoridades están del lado de la colectividad y no del de unos pocos privilegiados.
Que cada uno obtiene recompensa de su trabajo y de su honradez. Que hay futuro
para las nuevas generaciones.
Si es así, podréis reiros o compadeceros -como a tantos escuché- de los
personajes que aparecen en Los Santos Inocentes. Porque no sóis ya como ellos.
No habéis nacido donde ellos -yo sí, soy extremeño, como Paco el Bajo y su
familia-. No servís reverencialmente a ningún señor. Podréis ver esa película
como se ve un documental de antropología indígena. Y hasta podréis creer
-también eso escuché- que los de aquí somos mansos y atrasados desde siempre y
lo seguimos siendo.
Pero mirad bien y pensad, porque bajo la cortina de humo de televisión,
elecciones y subsidios, quizá halléis, reptando por el suelo, un trozo de la
cadena que llega hasta el grillete de vuestro tobillo. Y habrá que pensar en
zafarse, como El Quirce, callados pero resueltos, para recuperar la altivez y
la dignidad que todo pueblo conserva siempre.
O para, de una vez y que el demonio me lleve luego, pasar como Azarías de una
puta vez la soga por la encina.
Publicado en 5 de enero de 2012
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