lunes, 18 de febrero de 2019

Membrillos


El membrillero nos regala otro año sus globos, que son de color amarillo refulgente cuando les retiras –acariciándolos- su pelusa parda. Hacía muchos años, desde la última vez que me subí a un árbol. Anoche insistí mucho con la acústica  y los dedos tienen las yemas encallecidas; siento un tacto metálico cuando alcanzo los membrillos que están en la copa, jugando a no ser alcanzados. Dentro de sus ramas, las frutas me rodean ocultas por las hojas grandes y me siento como en medio de una nebulosa de planetas, que pueden ser observados fácilmente desde abajo, pero que no es posible ahí en donde yo estoy. Soy el centro de un espacio verde oscuro, de arañas y mirlos. En la plazuela se oye ruido. Hay una concentración de motoristas. Están eufóricos y se disponen a una ruta por carretera. Irán a la Sierra de Montánchez o a la de La Parra. O quizá a Guadalupe. A los motoristas –moteros dicen ellos- nos gustan las carreteras con curvas. Con suaves peraltes, flanqueados por jaguarzos y brezos. Con fondos de retamas y jaras. Los moteros marchan contentos, dando rápidos retortijones a los puños para que los escapes jaleen con sus rugidos. Marchan con la promesa de un viaje alegre, la sensación de extrema libertad durante una mañana soleada de otoño. Hoy sé que uno de ellos no iba a regresar.

Desde la copa del membrillero, la estampida de máquinas plateadas y rojas se escucha cada vez menos, al alejarse. Ahora quedo más solo y de nuevo me envuelve el rumor de las hojas, la luz dorada que, dentro de la esfera de sombras, se filtra como un gas cálido. La planta de cáñamo –el pecado venial del jardín-  bajo su abrigo de plástico, eleva desde los arriates un perfume complejísimo, que no embriaga pero sí hace perder la concentración reclamándola toda para sí: tan oleoso, tan dulce y tan especiado es. Sujeto, casi perdiendo pie, uno de los membrillos más altos, pensando que el aire huele como la panza de un galeón cargado de barriles de jerez viejo. No me gustan las concentraciones de motos. No me gusta disfrazarme, un domingo por la mañana, con chaleco, insignias de solapa, pañuelos y botas de vaquero. Aparentar lo que no se es. Fingir una gran rebeldía que sólo dura un fin de semana. Viajar en grupo. No. Me gustan las motos. Pero voy en moto, desde los dieciséis años, cada día de la semana. Siempre. En verano o en invierno. Y voy solo. Siempre solo. Una moto no te hace más libre, o como decía Altolaguirre: en todo caso, ensancha bastante la jaula en la que estás. No voy en grupo, sino solo. No me gusta la ruta, sino la partida. No elegir un destino, sino una carretera. No una hora de salir, sino salir ya, de repente: ahora.

Un membrillo ha caído al suelo y rebotó contra el césped, emitiendo un sonido sordo. No pasa nada. No se va a estropear por el golpe, como dice mi padre. Además, seguro que ese lo partiré ahora con mi navaja y lo comeré así: crujiente y fresco. Mi padre, que me espera al pie del árbol, no puede ya treparlo. Algún día yo también esperaré ahí a que alguien quiera coger mis membrillos. Mi padre recoge cada uno de los que le entrego como si en misa recibiera una forma consagrada. Un frágil y valiosísimo tesoro. Siempre recordará –y siempre volverá a contarme, una vez más- cómo guardaba, de niño, el establo en donde las caballerías rumiaban y el ruido de sus molares triturando grano durante toda la noche. Siempre recordará la pobreza. Y la época del membrillo, cuando arrojaba unos cuantos adentro de la montaña de paja, en donde se perdían sin remedio. Y cómo, a lo largo del año, iban apareciendo a medida que la paja se gastaba. Cada membrillo encontrado de nuevo, aún más maduro y aromático, era un regalo: una fiesta de carne ácida y jugosa para un niño hambriento.


Noviembre de 2014

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