La copla me ha perseguido estos días. No. Yo huía de
los concursos de hip-hop playeros, del tecno que atronaba en el maletero de
cada seat ibiza. Yo escapaba como de un monstruo de la tele del sur, que cree
que cada niño andaluz tiene gracia y sabe cantar fandangos. La copla me abrigó
como un cobertor, sin notarlo, en la megafonía del churrero, en el hilo musical
del súper. Este puerto, pienso, está hecho con huesos de Hércules. Este espigón,
con cuadernas de trirremes, jabeques y galeras. En esta bahía -no señor, no
quiero papas fritas- se pone el sol a diario sobre el Santísima Trinidad. Sobre
los fantasmas de Churruca, Alcalá Galeano y Lord Nelson. Me da mucha pena
la copla. La que cantaban grandes damas, imponentes. Nadie llenó el hueco de
doña Concha. Ni nadie el de Rocío. Qué mujeraza, Dios. En uno solo de sus
desplantes hubiera bastado un golpe de melena para alejar a la flota de Ulises,
inflando sus velas y levantando olas de espuma. Entre sus pechos habría
fenecido el ejército del faraón. La copla no la cantan grandes señoras, sino
tonadilleras arribistas y más bien mediocres. La cantó Miguel de Molina, con
cada triza de su trágica vida. Con lo que quieran llamarme, me tengo que conformar...
Sobre una estacha, un chavea me ofrece chicharros y hachís. La copla me amarga.
O quizá sea esta cola de pez volador en salazón, que tengo que bajar con más
cerveza. El tensiómetro y la báscula me pasarán factura. Bajamos hasta la
plazuela de Carlos Cano. En la plazuela de Carlos Cano, un hibisco llena el
aire de verde y lo salpica de rojo. Comprendo, ya nítidamente, que la copla me
sigue estos días. Carlos, que la cantó hasta que se le rompió el corazón, sabía
que la copla es canción de pasión y ardores de sangre. Pero que también, a
veces, es falsa y postiza... "llevo tu nombre tatuado..." Hemos
llegado a la casa flamenca. Una peña flamenca siempre es un bar lóbrego y
bastante kirtch, en donde muchos visitantes no quieren entrar, por su anticuada
decoración y sus paredes llenas de fotografías añejas. Todo lo más, se
encuentra una guitarra vieja, apoyada sobre una silla de palo. La casa flamenca
es sitio como de paletos, supongo que dirán. Algo cerrado. Pero ya ves: nunca
vi ninguna y dejé de entrar. Y nunca encontré una que no tuviera su rinconcito
dedicado a Federico Lorca. O un folio amarillento enmarcado con unos versos de
Machado o de Alberti. La copla, canción del amor prohibido, de la sexualidad
diversa, del emigrante que canta en el aeropuerto de Münich con un nudo en la
garganta -y a pesar de todo- un amor por su tierra incomprensible para los
acostumbrados patrioteros, fue tomada por el régimen. Y convertida
goebbelianamente en el canto insulso, falsamente henchido, de no sé qué raza,
no sé qué ínfula y no sé qué mierdas más. Cerca de los muelles hay tres
contenedores repletos de detritos. Junto a ellos, medio centenar de libros se
encuentran cubiertos de restos de paella y pizzas margaritas. Dos señoras me
miran desde su velador, alzando medio labio superior para mostrarme su asco.
Pero no puedo evitarlo: de rodillas tomo uno tras otro, quitándoles los pegotes
de grasa. Sacudiéndolos, como queriendo reanimarlos. Me encuentro en un
incendio del que sé que sólo podré salvar a un puñado. No quiero
seleccionarlos. No puedo. Me limito a llenar mi cartera de cuero y marcho. Sé
que vienen Neruda y Baudelaire, y tres o cuatro más. Y sé que se quedaron
Foucault. Y Salinas. Y.... tengo ganas de llorar. Debe ser la copla.
"Pena, penita, pena..." Todo el mundo los reconoce me dice el
tabernero cuando señalo a Camarón -mitad Cristo, mitad Che- y a Paco. Pero
cuando identifico de corrido a Toronjo, Agujetas, el Lebrijano, la Niña de los
Peines, la Paquera o a un jovencísimo Chano Lobato, decide que merezco chiclana
frío del de la frasca buena. Desde la reja, veo las letras cerámicas con el
nombre de la plaza: Carlos Cano. Y vuelvo a mirar adentro. Y la Copla y el
Flamenco, creo yo, me miran. El tabernero me mira. Y Camarón. Y Marifé. Y
Rancapino. Y todos. Tengo la negrura de creer que este arte, esta música, están
marginados... "Tengo pena de ser en esta orilla/ tronco sin ramas; y lo
que más siento es no tener la flor, pulpa o arcilla para el gusano de mi
sufrimiento..." Son incomprendidos. Y han sido manipulados, como casi todo
en este triste país. No es obligatoro que a nadie le guste, claro. Pero creo
que ello sólo no es lo que hace que mi boca sepa a hiel. Hay un maltrato más
profundo. Un desdén superior al simple desinterés.Volvemos al paseo. Avioncitos
de porespán vuelan pendientes de un hilo. Hay quien monta en moto de agua.
Quien vende camuesas. Yo me siento en el estribo y descanso con Neruda. No soy
nadie, ni puedo solucionarlo. Sólo escribir aquí.
Si desaparezco aparezco con otra mirada: es lo mismo.
Soy un héroe imperecedero: no tengo comienzo ni fin.
Y mi moraleja consiste en un plato de pescado frito.
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