sábado, 16 de febrero de 2019

Coplas, hachís y Neruda


La copla me ha perseguido estos días. No. Yo huía de los concursos de hip-hop playeros, del tecno que atronaba en el maletero de cada seat ibiza. Yo escapaba como de un monstruo de la tele del sur, que cree que cada niño andaluz tiene gracia y sabe cantar fandangos. La copla me abrigó como un cobertor, sin notarlo, en la megafonía del churrero, en el hilo musical del súper. Este puerto, pienso, está hecho con huesos de Hércules. Este espigón, con cuadernas de trirremes, jabeques y galeras. En esta bahía -no señor, no quiero papas fritas- se pone el sol a diario sobre el Santísima Trinidad. Sobre los fantasmas de Churruca, Alcalá Galeano y Lord Nelson.  Me da mucha pena la copla. La que cantaban grandes damas, imponentes. Nadie llenó el hueco de doña Concha. Ni nadie el de Rocío. Qué mujeraza, Dios. En uno solo de sus desplantes hubiera bastado un golpe de melena para alejar a la flota de Ulises, inflando sus velas y levantando olas de espuma. Entre sus pechos habría fenecido el ejército del faraón. La copla no la cantan grandes señoras, sino tonadilleras arribistas y más bien mediocres. La cantó Miguel de Molina, con cada triza de su trágica vida. Con lo que quieran llamarme, me tengo que conformar... Sobre una estacha, un chavea me ofrece chicharros y hachís. La copla me amarga. O quizá sea esta cola de pez volador en salazón, que tengo que bajar con más cerveza. El tensiómetro y la báscula me pasarán factura. Bajamos hasta la plazuela de Carlos Cano. En la plazuela de Carlos Cano, un hibisco llena el aire de verde y lo salpica de rojo. Comprendo, ya nítidamente, que la copla me sigue estos días. Carlos, que la cantó hasta que se le rompió el corazón, sabía que la copla es canción de pasión y ardores de sangre. Pero que también, a veces, es falsa y postiza... "llevo tu nombre tatuado..." Hemos llegado a la casa flamenca.  Una peña flamenca siempre es un bar lóbrego y bastante kirtch, en donde muchos visitantes no quieren entrar, por su anticuada decoración y sus paredes llenas de fotografías añejas. Todo lo más, se encuentra una guitarra vieja, apoyada sobre una silla de palo. La casa flamenca es sitio como de paletos, supongo que dirán. Algo cerrado. Pero ya ves: nunca vi ninguna y dejé de entrar. Y nunca encontré una que no tuviera su rinconcito dedicado a Federico Lorca. O un folio amarillento enmarcado con unos versos de Machado o de Alberti. La copla, canción del amor prohibido, de la sexualidad diversa, del emigrante que canta en el aeropuerto de Münich con un nudo en la garganta -y a pesar de todo- un amor por su tierra incomprensible para los acostumbrados patrioteros, fue tomada por el régimen. Y convertida goebbelianamente en el canto insulso, falsamente henchido, de no sé qué raza, no sé qué ínfula y no sé qué mierdas más. Cerca de los muelles hay tres contenedores repletos de detritos. Junto a ellos, medio centenar de libros se encuentran cubiertos de restos de paella y pizzas margaritas. Dos señoras me miran desde su velador, alzando medio labio superior para mostrarme su asco. Pero no puedo evitarlo: de rodillas tomo uno tras otro, quitándoles los pegotes de grasa. Sacudiéndolos, como queriendo reanimarlos. Me encuentro en un incendio del que sé que sólo podré salvar a un puñado. No quiero seleccionarlos. No puedo. Me limito a llenar mi cartera de cuero y marcho. Sé que vienen Neruda y Baudelaire, y tres o cuatro más. Y sé que se quedaron Foucault. Y Salinas. Y.... tengo ganas de llorar. Debe ser la copla. "Pena, penita, pena..." Todo el mundo los reconoce me dice el tabernero cuando señalo a Camarón -mitad Cristo, mitad Che- y a Paco. Pero cuando identifico de corrido a Toronjo, Agujetas, el Lebrijano, la Niña de los Peines, la Paquera o a un jovencísimo Chano Lobato, decide que merezco chiclana frío del de la frasca buena. Desde la reja, veo las letras cerámicas con el nombre de la plaza: Carlos Cano. Y vuelvo a mirar adentro. Y la Copla y el Flamenco, creo yo, me miran. El tabernero me mira. Y Camarón. Y Marifé. Y Rancapino. Y todos. Tengo la negrura de creer que este arte, esta música, están marginados... "Tengo pena de ser en esta orilla/ tronco sin ramas; y lo que más siento es no tener la flor, pulpa o arcilla para el gusano de mi sufrimiento..." Son incomprendidos. Y han sido manipulados, como casi todo en este triste país. No es obligatoro que a nadie le guste, claro. Pero creo que ello sólo no es lo que hace que mi boca sepa a hiel. Hay un maltrato más profundo. Un desdén superior al simple desinterés.Volvemos al paseo. Avioncitos de porespán vuelan pendientes de un hilo. Hay quien monta en moto de agua. Quien vende camuesas. Yo me siento en el estribo y descanso con Neruda. No soy nadie, ni puedo solucionarlo. Sólo escribir aquí. 
Si desaparezco aparezco con otra mirada: es lo mismo. 
Soy un héroe imperecedero: no tengo comienzo ni fin.
Y mi moraleja consiste en un plato de pescado frito.

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