martes, 1 de noviembre de 2022

Ciegos como Ahab

     


        Crecí en un barrio en donde no había gays ni lesbianas. Tampoco había pobres, ni violencia doméstica. 

        Mi primer Moby Dick fue en formato de cómic, hace mucho tiempo, una edición que apenas puedo recordar. Después, el de Joyas Literarias Juveniles, con aquellas ilustraciones al gouache que ponían en la portada. Luego, de prestado, pude leer y descubrir de verdad aquella novela, tarde tras tarde un verano, en el trastero de la casa. Aquel libro con olor a tinta grasa de offset hacía que no sintiera el calor bajo la uralita. Que pudiera ver casi en vivo los colores de las casas de Nueva Inglaterra, o los témpanos de hielo flotando en las aguas de Islandia. En aquel cuchitril, mi refugio de tantas horas, saboreaba la sopa de quahogs y el bacalao con patatas. Podía oler, al caer el sol, el aceite de ballena ardiendo en los quinqués.

        Mi barrio dista doscientos kilómetros del mar. Yo no sabía apenas nada del mar, ni de la vida. Mi barrio, que ya no es. Mi calle, que ya no existe. Al fin y al cabo, como dijo Ismael "los lugares de verdad no están en los mapas..." 

        Yo no sabía. Nosotros no sabíamos. Pero, como escribió Saramago: las cosas existen y existieron siempre. Y añadía: "lo que queríamos era no tener que abrir los ojos".  El pobre, el borracho, la mujer maltratada, los diferentes. Siempre estuvieron allí. Pero ¿qué culpa íbamos a tener, yo o mi pandilla de amigos, de ser tan ignorantes?

        Volví a leer Moby Dick poco tiempo después, suelo releer libros que una vez me engancharon. Sólo había pasado un par de años, quizá, desde la vez anterior. Pero aquel libro, increíblemente, parecía otro. Tan distintos me parecieron sus personajes y su comportamiento. Con tanta nitidez y naturalidad el autor contaba (¡en el siglo diecinueve!) cómo un arponero salvaje y su joven amigo disfrutaban en la cama el uno del otro. Tanto, que me hizo sentir estúpido por no haberlo visto antes. Se me había colado un morlaco grande como el Pequod.

        "Decidme dónde están los pobres, que yo no los veo" decía un gobernante no hace mucho en plena rueda de prensa, mientras miraba hacia abajo y a su alrededor. La ceguera es la cualidad de los ignorantes y de los locos. Y la de los obcecados, como Ahab. Pero la ceguera moral, autoimpuesta o fingida, es el flaco recurso en el que escondemos nuestra mezquindad. Es la ceguera egoísta, irritante, de quien no ve más que su interés y provecho y olvida a quienes padecen necesidades. La que nos hace relativizar el frío cuando estamos bajo abrigo, o la guerra, siempre que nos pille lejos.

        Pero los diferentes estaban aquí. Los que pasaban hambre y vergüenza por tener hambre. Y los violentados. Estaban aquí, en el mismo barco. No los veíamos porque estábamos a la caza de nuestro leviatán de cada día. Ciegos.  No "eran" otros, sino nosotros mismos. No entendimos a los chavales menos aguerridos en los juegos de peleas, ni sus risas nerviosas en ciertas situaciones. No entendí por qué mi maestro siempre tomaba unos vinos con el mismo amigo y nunca lo vi con su mujer, pues no supe que no la tenía. No sabía por qué algunos niños nunca habían probado el chocolate. Ni por qué había que callarse y cerrar las puertas cuando en algunas casas se escuchaban gritos y golpes.  Pero sin ser sabidas o vistas, o siendo negadas por incómodas, estas realidades eran y estaban. 

        Ahora me parece que negar tantas cosas ya no es admisible, salvo que uno sea portavoz de un gobierno regional fascista y corrupto. La negación de la violencia, la marginalidad, la opresión o la pobreza sólo puede venir de alguien que, inconfesablemente, es beneficiado cuando otros padecen estas lacras. De quien ve peligrar su estatus, material o moral, en el que ha ido montando su nido de cigüeña, hecho de retazos y de basura. Pienso, como Michel Foucault, que los manicomios necesitaban crear locos para mantener su negocio. Que los ricos necesitan que siga habiendo pobres, precisamente para poder seguir siendo ricos. Y que los jerarcas necesitan que tengamos miedo, para que aceptemos con agrado la reducción de derechos y compremos alarmas para la casa. Y que muchos hombres necesitan mujeres sometidas, para seguir copando el cotarro y seguir viviendo como dios. Y que, por eso, se pretende seguir hiriendo, ridiculizando o negando derechos a amplios colectivos de personas: porque el negocio se puede caer. El de los hombres privilegiados. El de los opulentos. El de los clérigos de cada religión. El tinglado de los arriba, edificado sobre los huesos de los de abajo.

        Si no eres uno de ellos, perfecto.  Ahora —y esto es lo bueno— puedo leer Moby Dick sin más sobresaltos: tenía un día libre y no me apetece pintar. Me he puesto a leer Moby Dick y he vuelto a Nantucket, al Atlántico y al Indico, sin salir de casa. La buena noticia es que no hay que hacer nada: sólo seguir viviendo y leyendo. Y dejando en paz a Ismael y a Queequeg. Que sigan revolcándose en la cama. Al menos, hasta que se lo permita la ballena.

viernes, 11 de febrero de 2022

Últimas noches con papá (II)

 —No sé si mi hermano se acordaría de aquello, de lo que lloraba el pobre, qué chico era.  En la casa fuimos diez, pero Gonzalo iba siempre conmigo, hasta la mili la hicimos juntos.  Y siempre andando a todas partes, como aquí, cuando volvíamos a la casa. Había dos mastines que nos querían morder cada noche, en mitad del camino. Hasta una vez en que se escondió en la oscuridad. Me dijo que yo siguiera andando solo y hablando en voz alta, como si él me acompañara.  Los perros volvieron a salir para atacarme. Pero en ésta les cayó una lluvia de piedras que ni ellos ni yo veíamos de dónde venía. Los animales se espantaron y se fueron aullando. Desde entonces huían con sólo escuchar mi voz en el camino.


    Eran chicos y pasaban hambre y frío. Eran chicos, no tenían una gorra, ni un saquito, ni calcetines. Cerca del Arroyo Salado, los cerdos arrancaban las cañotas de hojas afiladas. Las mascaban a conciencia, licuando el jugo acre de sus espigas, la savia áspera de sus rizomas. Desarraigadas de cuajo, las cepas dejaban hoyos de arcilla y sal en donde los niños se cobijaban acurrucados, respirando aún el vaho cálido que dejó la planta y el aliento del animal que hozaba a pocos palmos de sus cabezas. Allí se abrazaban a sus rodillas, queriendo quebrar los cristales de frío que el terral traía bajando por las laderas del Veleta.

                     
—José, te acuerdas de lo que te decíamos… 
—Sí señor, pero yo ya dije que a mi no me estorba nadie del pueblo.
—No te enteras. Anda, avisa a tus hermanos, al Manuel y al Miguel el Arrallao. Y también a la Dolores. Y diles que esta noche no estén en casa.
—Pero ¿cómo es eso?
—Eso es lo que es. Diles que no duerman en su casa esta noche, porque hoy es a ellos a quienes van a buscar los civiles para sacarlos de ella. Corre, si quieres correr.

     —Yo no sé si esa noche el papa también bebió. Seguro que sí.  Al papa  —a tu abuelo— le temíamos como a una vara verde.  Creo que él no nos quería.  Igual que su madre, mi abuela,  la vieja Antonia la Cafetera.  Tampoco nos quería… Qué sueño tengo, hijo y qué frío…  No quería a sus nietos, hijo…No nos quería a nosotros… ¡No nos querían!

    Supongo que el frío está hecho del mismo acero que el hambre. Así de duros son sus filos. La desazón de no tener con qué aplacarlos. Y saberse, por ese motivo, miserable, desdichado. Pobre.  El frío y el hambre, cuando se han pasado así, dejan una huella en la memoria que ya nunca se borra, por muy saciado y muy abrigado que ahora estés. Es verdad si digo que somos pobres hartos de pan. Porque venimos de la Pobreza y, nos guste o no, estamos emparentados con ella. Nadie me engañará haciéndome pensar de otra manera. Haciéndome creer que soy lo que no soy, O que pertenezco a un mundo y a una clase que no solamente me son ajenos del todo, sino que además fueron y son los culpables de vuestro frío y de vuestra hambre, papá. Yo no lo voy a olvidar.

    Sí. Quizá el hambre ya no te abandone nunca, marcada a fuego en el alma, ni aunque estés harto. Y siempre veas su fantasma, cada vez que en la mesa quede un pedazo de pan, o un puñado de patatas guisadas o de arroz en el fondo del cacharro. Quizá el frío ya se haya adentrado en tus huesos y en ellos te siga mordiendo aunque te abriguemos con mantas o te arrimemos más palos a la lumbre. Quizá ya no pueda darte nada, padre, para que dejes de sentirlo. Como cuando eras niño en el Arroyo Salado. 



(Imagen: Hispanic Society of América. Anon. Años 20) 


    



lunes, 17 de enero de 2022

Últimas noches con papá (I)

 

Fotografía: Lavando en el Sacromonte
https://web.ua.es/es/giecryal/documentos/daniel-quesada.pdf

—Si hubiera tenido dinero, hijo, habría ido a la taberna de Enrique el Chaqueta y le habría pagado el precio de todas sus botellas. Y eso para qué, papá. Pues para liarme a pedradas hasta no quedar ninguna en las estanterías. La bebida es mala, es malo el vicio en un hombre. El papa no tenía ambición en la vida, ni orgullo. Sólo quería traer hijos a este mundo. Y así nos fue. 
 
 Hay dos leguas desde Fuente Vaqueros hasta Atarfe. Dos horas caminando si eres un hombre. Pero es una noche de miedo y de llanto, andando solo y con los pies hinchados, si eres sólo un niño.  Yo ya me vuelvo de Granada en coche. No quiero mirar a esos caminos. A los secaderos de  tabaco.  
 
—Al papa lo buscaban para trabajar y para hacer mandados. Y le pudo ir bien. Hasta tuvo dos casas en el pueblo, pero las dos tuvo que malvender por su mala cabeza. No tenía luces, ni siquiera una poca; menos que sus hermanos Manuel y Miguel el Arrallao.  Hasta desde el mismo ayuntamiento lo buscaban: José para esto, José para aquello. Ya sabes cómo eran las cosas entonces. Tenías que ser trabajador y que nadie te mirara mal. Pero claro, es que era muy difícil en esa época y en aquellos pueblos de Granada. Si eras pobre y vestías mal, alguien te señalaba con el dedo, venían a por ti una noche y ya desaparecías para siempre. Pero si con tu trabajo ganabas para comprarte ropa y comida... cualquiera te podía tener envidia, señalarte igual con el dedo y lo mismo. Era normal y nadie chistaba. Desaparecías  y nadie preguntaba.  
 
José era bien mandado. José, esto. José, aquello... José: a ti también te digo, que si alguien te estorba en el pueblo nos lo dices. Mire usted: a mi no me estorba nadie, me libre Dios. A José no le faltaba un duro. Pero José era así. Rumboso para él y para cualquier extraño. Convidaba a cualquiera y a cualquiera daba de balde las cosas que en su casa buena falta hacían.  En la calle se gastaba el dinero y el buen humor.  Pero cuando llegaba a su casa, ya iba bebido y sin perras en el bolsillo.   
 
—¿Cómo habéis venido aquí, vosotros tres?  —Pues andando...    
Y así había sido. Desde Fuente Vaqueros, guiando una piarica de cerdos. A quién se le ocurre. Al amo. Pues ahí lo tienes, que os dé lo que sea. No. Mañana habrá otra cosa para vosotros dos. Pero Gonzalo que se vuelva a casa. Mire usted, que es chico y tiene miedo, cómo va a volverse. Dele usted un duro para el tranvía, que algo lo acercará. No, que no tengo dinero. Me costáis mucho. 
 
El papa bebía y llegaba a casa. Bebía y gastaba lo que ganó. Bebía y le pegaba a la mama. La buena Chacha Eduvigis, que no hacía más que criar y lavar trapos entre las manos.  A la pobre mama le daba mala vida y encima, después mismo, le hacía otro hijo más.  La mama tenía tres hermanas: la Chacha Angelilla, la Chacha Cristina y la Chacha Emilia.  Las mujeres de anchas caderas y manos  hinchadas de tanto lavar trapos. Con agua fría. Con agua fría y jabón crudo, restregando las tablas del lavadero. —¡Qué pena, hijo!
 
Cuando José bebía, derrochaba y daba mala vida a su familia.  Pero cuando bebían Manuel y Miguel el Arrallao, no pegaban a nadie ni malgastaban.  Ellos lo que hacían era dar voces  en mitad de las plazas, dando vivas a la República. Era muy raro que siguieran vivos. Manuel acabó yéndose a Martorell, donde trabajó fabricando coches. Allí se fueron, a tener hijos que malhablaban de la tierra de sus mayores. El Arrallao no tuvo hijos.  El también se marchó allí, pero antes lo rechazaron dos  veces de extravagante que era y al final, después de muchos años emigrado, quiso venirse a Extremadura para no morir solo. Se me arrebujan fantasmas en la cabeza.  Mientras escribo todo esto, ya es madrugada.  El Agujetas va afillao por tonás y pienso, aquí solo, que quizá estoy también bebiendo demasiado, como el abuelo José.
 



                                                                *****


martes, 4 de enero de 2022

Recordando a Humberto


    Después de tantos años, volvía a encontrarme ante un mostrador, en el servicio de empleo. Estaba en la cola del paro. 
    No. No había perdido mi puesto de trabajo. Al menos todavía no. 
    Estaba allí intentando dar trabajo a otra persona. A un inmigrante ecuatoriano. 
    El era un hombre trabajador y experto. Parecía buena persona. Tenía mujer y un puñado de hijos. Vivía de alquiler y no tenían ningún ingreso. 
    Habíamos decidido darle trabajo. Nos hacía falta alguien como él, aunque sabíamos que elegir a un inmigrante sin papeles en lugar de un "nacional" iba a complicar la cosa. Pero se quiso hacer así. Era una oportunidad para él y se iba a convertir en un quebradero de cabeza para mi. Darle trabajo era fácil. Arreglar sus papeles, no tanto. 
    La consejería competente me informó de los trámites necesarios y me puse a ello. Fueron dos meses de gestiones, entre las cuales cuento la de hacer una oferta abierta de empleo y entrevistar a quince candidatos compatriotas que no eran aptos o no estaban nada interesados en trabajar. Lo juro: no es demagogia. Qué vueltas da la vida. En todo el fregado conté con la colaboración de Paco, un generoso funcionario del servicio de empleo, que se empeñó desde el principio en hacer bien su trabajo, nada más y nada menos. Y ambos contamos con la inestimable ineptitud, insensibilidad y falta de ganas de su jefe de oficina, curiosamente mucho más joven que nosotros. No sólo no colaboró en absoluto, sino que se revolvía de molestia por vernos bregar a nosotros y hasta un día me llegó a echar de su despacho. No recuerdo tu nombre, pero desde aquí te repito lo que ya te aclaré un día en tu cara, bonito, por si lees esto: que eres un cabrón. Y que ojalá pases hambre de la de verdad, tú y los tuyos. 
 
    La vida no es un cuento de hadas, eso ya lo sé. Los pobres no siempre son los buenos, ni los acomodados son siempre los malos. La vida es compleja. (...)


    Sin embargo, os diré: todo hombre y toda mujer tiene derecho a vivir y a trabajar. Todo niño tiene derecho a creer que su padre es un héroe, hasta que la edad lo haga convencerse, nunca de forma traumática sino serena y lógica, de lo contrario. Todos deberíamos tener pan en la mesa. Y azúcar y arroz y garbanzos en la despensa. Nadie debería tener frío, ni miedo. Ni morir ahogado en el intento.
Y mientras eso siga ocurriendo, a la vez que a muchos nos preocupa más la velocidad de nuestro internet, poder beber en las terrazas o la retención del ierrepeefe, es que aquí algo no marcha. Y cuando una cosa no funciona, hay que arreglarla. O eso, o echar el tinglado abajo y empezar de nuevo.


    Y si no, nos lo derribarán los hambrientos. Ese gigante que, cuando se levanta, camina con unos pasos que nadie, absolutamente nadie, puede detener. Ni las alambradas, ni las bolas de goma, ni los políticos cerriles, ni sus vomitivos votantes . 


Manuel,  10 de febrero de 2019