viernes, 11 de febrero de 2022

Últimas noches con papá (II)

 —No sé si mi hermano se acordaría de aquello, de lo que lloraba el pobre, qué chico era.  En la casa fuimos diez, pero Gonzalo iba siempre conmigo, hasta la mili la hicimos juntos.  Y siempre andando a todas partes, como aquí, cuando volvíamos a la casa. Había dos mastines que nos querían morder cada noche, en mitad del camino. Hasta una vez en que se escondió en la oscuridad. Me dijo que yo siguiera andando solo y hablando en voz alta, como si él me acompañara.  Los perros volvieron a salir para atacarme. Pero en ésta les cayó una lluvia de piedras que ni ellos ni yo veíamos de dónde venía. Los animales se espantaron y se fueron aullando. Desde entonces huían con sólo escuchar mi voz en el camino.


    Eran chicos y pasaban hambre y frío. Eran chicos, no tenían una gorra, ni un saquito, ni calcetines. Cerca del Arroyo Salado, los cerdos arrancaban las cañotas de hojas afiladas. Las mascaban a conciencia, licuando el jugo acre de sus espigas, la savia áspera de sus rizomas. Desarraigadas de cuajo, las cepas dejaban hoyos de arcilla y sal en donde los niños se cobijaban acurrucados, respirando aún el vaho cálido que dejó la planta y el aliento del animal que hozaba a pocos palmos de sus cabezas. Allí se abrazaban a sus rodillas, queriendo quebrar los cristales de frío que el terral traía bajando por las laderas del Veleta.

                     
—José, te acuerdas de lo que te decíamos… 
—Sí señor, pero yo ya dije que a mi no me estorba nadie del pueblo.
—No te enteras. Anda, avisa a tus hermanos, al Manuel y al Miguel el Arrallao. Y también a la Dolores. Y diles que esta noche no estén en casa.
—Pero ¿cómo es eso?
—Eso es lo que es. Diles que no duerman en su casa esta noche, porque hoy es a ellos a quienes van a buscar los civiles para sacarlos de ella. Corre, si quieres correr.

     —Yo no sé si esa noche el papa también bebió. Seguro que sí.  Al papa  —a tu abuelo— le temíamos como a una vara verde.  Creo que él no nos quería.  Igual que su madre, mi abuela,  la vieja Antonia la Cafetera.  Tampoco nos quería… Qué sueño tengo, hijo y qué frío…  No quería a sus nietos, hijo…No nos quería a nosotros… ¡No nos querían!

    Supongo que el frío está hecho del mismo acero que el hambre. Así de duros son sus filos. La desazón de no tener con qué aplacarlos. Y saberse, por ese motivo, miserable, desdichado. Pobre.  El frío y el hambre, cuando se han pasado así, dejan una huella en la memoria que ya nunca se borra, por muy saciado y muy abrigado que ahora estés. Es verdad si digo que somos pobres hartos de pan. Porque venimos de la Pobreza y, nos guste o no, estamos emparentados con ella. Nadie me engañará haciéndome pensar de otra manera. Haciéndome creer que soy lo que no soy, O que pertenezco a un mundo y a una clase que no solamente me son ajenos del todo, sino que además fueron y son los culpables de vuestro frío y de vuestra hambre, papá. Yo no lo voy a olvidar.

    Sí. Quizá el hambre ya no te abandone nunca, marcada a fuego en el alma, ni aunque estés harto. Y siempre veas su fantasma, cada vez que en la mesa quede un pedazo de pan, o un puñado de patatas guisadas o de arroz en el fondo del cacharro. Quizá el frío ya se haya adentrado en tus huesos y en ellos te siga mordiendo aunque te abriguemos con mantas o te arrimemos más palos a la lumbre. Quizá ya no pueda darte nada, padre, para que dejes de sentirlo. Como cuando eras niño en el Arroyo Salado. 



(Imagen: Hispanic Society of América. Anon. Años 20) 


    



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