lunes, 17 de enero de 2022

Últimas noches con papá (I)

 

Fotografía: Lavando en el Sacromonte
https://web.ua.es/es/giecryal/documentos/daniel-quesada.pdf

—Si hubiera tenido dinero, hijo, habría ido a la taberna de Enrique el Chaqueta y le habría pagado el precio de todas sus botellas. Y eso para qué, papá. Pues para liarme a pedradas hasta no quedar ninguna en las estanterías. La bebida es mala, es malo el vicio en un hombre. El papa no tenía ambición en la vida, ni orgullo. Sólo quería traer hijos a este mundo. Y así nos fue. 
 
 Hay dos leguas desde Fuente Vaqueros hasta Atarfe. Dos horas caminando si eres un hombre. Pero es una noche de miedo y de llanto, andando solo y con los pies hinchados, si eres sólo un niño.  Yo ya me vuelvo de Granada en coche. No quiero mirar a esos caminos. A los secaderos de  tabaco.  
 
—Al papa lo buscaban para trabajar y para hacer mandados. Y le pudo ir bien. Hasta tuvo dos casas en el pueblo, pero las dos tuvo que malvender por su mala cabeza. No tenía luces, ni siquiera una poca; menos que sus hermanos Manuel y Miguel el Arrallao.  Hasta desde el mismo ayuntamiento lo buscaban: José para esto, José para aquello. Ya sabes cómo eran las cosas entonces. Tenías que ser trabajador y que nadie te mirara mal. Pero claro, es que era muy difícil en esa época y en aquellos pueblos de Granada. Si eras pobre y vestías mal, alguien te señalaba con el dedo, venían a por ti una noche y ya desaparecías para siempre. Pero si con tu trabajo ganabas para comprarte ropa y comida... cualquiera te podía tener envidia, señalarte igual con el dedo y lo mismo. Era normal y nadie chistaba. Desaparecías  y nadie preguntaba.  
 
José era bien mandado. José, esto. José, aquello... José: a ti también te digo, que si alguien te estorba en el pueblo nos lo dices. Mire usted: a mi no me estorba nadie, me libre Dios. A José no le faltaba un duro. Pero José era así. Rumboso para él y para cualquier extraño. Convidaba a cualquiera y a cualquiera daba de balde las cosas que en su casa buena falta hacían.  En la calle se gastaba el dinero y el buen humor.  Pero cuando llegaba a su casa, ya iba bebido y sin perras en el bolsillo.   
 
—¿Cómo habéis venido aquí, vosotros tres?  —Pues andando...    
Y así había sido. Desde Fuente Vaqueros, guiando una piarica de cerdos. A quién se le ocurre. Al amo. Pues ahí lo tienes, que os dé lo que sea. No. Mañana habrá otra cosa para vosotros dos. Pero Gonzalo que se vuelva a casa. Mire usted, que es chico y tiene miedo, cómo va a volverse. Dele usted un duro para el tranvía, que algo lo acercará. No, que no tengo dinero. Me costáis mucho. 
 
El papa bebía y llegaba a casa. Bebía y gastaba lo que ganó. Bebía y le pegaba a la mama. La buena Chacha Eduvigis, que no hacía más que criar y lavar trapos entre las manos.  A la pobre mama le daba mala vida y encima, después mismo, le hacía otro hijo más.  La mama tenía tres hermanas: la Chacha Angelilla, la Chacha Cristina y la Chacha Emilia.  Las mujeres de anchas caderas y manos  hinchadas de tanto lavar trapos. Con agua fría. Con agua fría y jabón crudo, restregando las tablas del lavadero. —¡Qué pena, hijo!
 
Cuando José bebía, derrochaba y daba mala vida a su familia.  Pero cuando bebían Manuel y Miguel el Arrallao, no pegaban a nadie ni malgastaban.  Ellos lo que hacían era dar voces  en mitad de las plazas, dando vivas a la República. Era muy raro que siguieran vivos. Manuel acabó yéndose a Martorell, donde trabajó fabricando coches. Allí se fueron, a tener hijos que malhablaban de la tierra de sus mayores. El Arrallao no tuvo hijos.  El también se marchó allí, pero antes lo rechazaron dos  veces de extravagante que era y al final, después de muchos años emigrado, quiso venirse a Extremadura para no morir solo. Se me arrebujan fantasmas en la cabeza.  Mientras escribo todo esto, ya es madrugada.  El Agujetas va afillao por tonás y pienso, aquí solo, que quizá estoy también bebiendo demasiado, como el abuelo José.
 



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martes, 4 de enero de 2022

Recordando a Humberto


    Después de tantos años, volvía a encontrarme ante un mostrador, en el servicio de empleo. Estaba en la cola del paro. 
    No. No había perdido mi puesto de trabajo. Al menos todavía no. 
    Estaba allí intentando dar trabajo a otra persona. A un inmigrante ecuatoriano. 
    El era un hombre trabajador y experto. Parecía buena persona. Tenía mujer y un puñado de hijos. Vivía de alquiler y no tenían ningún ingreso. 
    Habíamos decidido darle trabajo. Nos hacía falta alguien como él, aunque sabíamos que elegir a un inmigrante sin papeles en lugar de un "nacional" iba a complicar la cosa. Pero se quiso hacer así. Era una oportunidad para él y se iba a convertir en un quebradero de cabeza para mi. Darle trabajo era fácil. Arreglar sus papeles, no tanto. 
    La consejería competente me informó de los trámites necesarios y me puse a ello. Fueron dos meses de gestiones, entre las cuales cuento la de hacer una oferta abierta de empleo y entrevistar a quince candidatos compatriotas que no eran aptos o no estaban nada interesados en trabajar. Lo juro: no es demagogia. Qué vueltas da la vida. En todo el fregado conté con la colaboración de Paco, un generoso funcionario del servicio de empleo, que se empeñó desde el principio en hacer bien su trabajo, nada más y nada menos. Y ambos contamos con la inestimable ineptitud, insensibilidad y falta de ganas de su jefe de oficina, curiosamente mucho más joven que nosotros. No sólo no colaboró en absoluto, sino que se revolvía de molestia por vernos bregar a nosotros y hasta un día me llegó a echar de su despacho. No recuerdo tu nombre, pero desde aquí te repito lo que ya te aclaré un día en tu cara, bonito, por si lees esto: que eres un cabrón. Y que ojalá pases hambre de la de verdad, tú y los tuyos. 
 
    La vida no es un cuento de hadas, eso ya lo sé. Los pobres no siempre son los buenos, ni los acomodados son siempre los malos. La vida es compleja. (...)


    Sin embargo, os diré: todo hombre y toda mujer tiene derecho a vivir y a trabajar. Todo niño tiene derecho a creer que su padre es un héroe, hasta que la edad lo haga convencerse, nunca de forma traumática sino serena y lógica, de lo contrario. Todos deberíamos tener pan en la mesa. Y azúcar y arroz y garbanzos en la despensa. Nadie debería tener frío, ni miedo. Ni morir ahogado en el intento.
Y mientras eso siga ocurriendo, a la vez que a muchos nos preocupa más la velocidad de nuestro internet, poder beber en las terrazas o la retención del ierrepeefe, es que aquí algo no marcha. Y cuando una cosa no funciona, hay que arreglarla. O eso, o echar el tinglado abajo y empezar de nuevo.


    Y si no, nos lo derribarán los hambrientos. Ese gigante que, cuando se levanta, camina con unos pasos que nadie, absolutamente nadie, puede detener. Ni las alambradas, ni las bolas de goma, ni los políticos cerriles, ni sus vomitivos votantes . 


Manuel,  10 de febrero de 2019