miércoles, 27 de marzo de 2019

A veces veo títeres



Cuando visité la ciudad de Lyon pude encontrar, en una plazuela pequeñita que flanqueaban dos puestos de flores y uno de hortalizas, el monumento a Laurent Mourguet. Es un obelisco modesto que soporta el busto verdoso de este caballero del siglo dieciocho. Mourguet fue el creador del teatro de títeres. Su primer personaje y el más famoso de todos fue Guignol. A Guignol también lo quise visitar, pero no pudo ser. Doblando dos callejuelas más del Vieux Lyon se halla el museo de títeres en donde descansa el viejo muñequito, pero por dos veces encontré la puerta cerrada y con un calor del copón bendito, por lo que me despedí desde fuera y pedí refugio a una tabernera que resultó irlandesa y versada en cervecitas. Olvidé pronto al pobre Guignol.

Ahora me han venido a recordarlo los cómicos encarcelados en Madrid, acusados de enaltecer al terrorismo, por boca de uno de sus personajillos. El mundo está fatal. Pero España está para que la derriben y la hagan de nuevo. Y la alicaten bien hasta el techo porque esto ya con pintura no se endereza.


Derecho Constitucional es como llamamos en España a las ingentes cantidades de cañas con bacalao rebozado que en Casa Labra consumieron los padres de nuestra carta magna para llevarse medio bien y hacer un apaño que durase unos añitos. Mis respetos y mi admiración hacia ellos: no comparto tanta crítica actual hacia la Transición, se hizo como se pudo y no fue tan mal. Y sobre todo, se hizo como a mi me gusta: hablando, comiendo y bebiendo. Ellos –como también muchos constitucionalistas alemanes- debatieron sobre las libertades de opinión y expresión y la cosa tenía tomate. -¿Respetamos esas libertades a quienes estén a favor de la violencia? -¿Y a los franquistas? -¿Y a los nazis? -¿Que lo piensen o también que lo manifiesten? -¿O no?….  y claro: era que sí. Para mantener mi opinión en absoluto silencio y no poder manifestarla no necesito ninguna constitución que me proteja. Y si sólo protege ciertas opiniones pero no otras ¿qué carajo de libertad de opinión es esa?… Pero los Roca, Peces Barba, Cisneros y etcétera sabían que esto, en España, necesitaría de una pedagogía de muchos cursos intensivos para ser digerido.  Ochenta o noventa años, o por ahí….   -Libertad para decir lo que quieras, hombre dónde se vio eso… A ver si se les ocurre a los hijos de la gran puta de ETA  insultar a nuestras víctimas. Que insultos aquí no se pasa ni uno, me cago en sus muertos-    Si manifestar una simple opinión sin violencia puede ser objeto de persecución, está claro que el resto del artículo 20 de nuestra constitución puede ser usado tranquilamente como papel higiénico. La creación artística, literaria o científica, como comprenderéis, importan una puta mierda a quienes gravan con IVA de lujo a cine, teatro o libros, persiguen a literatos jubilados que osen publicar un párrafo y cobrarlo, o contemplan sin rubor ni pesar cómo se nos marchan al extranjero los mejores  y más jóvenes cerebros.

Guignol y Gnafron, como Polichinella en Italia, o Punch, o Kasperle, o tantos otros muñecos de teatrillo, andaban siempre arreglando los problemas a base de hostias bien asentadas, o de golpes tremendos de cachiporra, su arma preferida. Pero nunca a ningún espectador se le ocurrió interponer demanda por ello. Hoy sí. Pero hoy hay razones. Razones naturalmente políticas. En España siempre estuvo penado no ser afecto al régimen y eso es así desde Isabel la Católica hasta nuestros días. Quien se mueve no sale en la foto y tal. Incluso así nos fueron educando nuestros mayores: no preocupados de que un hijo fuera como los demás, uno más entre miles, sino -¡horror!- que fuera distinto. Tú no destaques hijo: sé uno más. Pero la mera y lejana posibilidad de que “los distintos”, los no afectos, puedan empoderarse hace que tiemble el misterio.  Y los cimientos del  carcomido teatro. 
Lo que pasa es que Laurent Mourguet no era empresario teatral, ni cómico, sino sacamuelas. Inventó a Guignol para entretener a sus clientes y que no se dieran cuenta del mal trago que iban a pasar o que estaban pasando.  Y así andamos doscientos años después. Yo no veo más que títeres. Nos están sacando la pringue, amigos. Ya os lo he dicho más veces. Nuestro sueldo. La pensión de nuestros padres. La beca de nuestros hijos. El ahorro de nuestra cartilla. Se lo van a llevar absolutamente todo. Su voracidad y su ansia y su desvergüenza no tienen fin. Y ahí están: les meten la mano por el culo a unos cuantos muñecos (un juez, unos periodistas, policías, colectivos de afrentados, etc) y ya tenemos guiñoles para varios días. Mientras, que no se hable mucho de lo suyo.

-       ¡C'est guignolant!

lunes, 18 de febrero de 2019

Lo chiamavano cinema


Creo que la primera película que recuerdo haber visto en el cine fue "Yanco". Fue en un cine parroquial, en el patio de las viejas escuelas. Allí plantaban algunas sillas y un viejo proyector que hacía "TRRRRR" todo el rato, detrás mismo de nuestras cabezas. En la puerta se colocaba alguien, a veces yo mismo o uno de los de mi pandillina, con una hucha para hacer la recaudación. Los asistentes, en fila india, iban depositando una peseta antes de entrar. Confieso que, a falta de pesetas, alguna vez que otra lo que introduje en el bote fue un pedacito de vidrio recogido del suelo. Al caer dentro hacía el mismo ruido que una rubia. Mea culpa. Durante muchos años he tenido esa película así, en mi memoria, a cachitos, sin recordar detalles apenas, tanto tiempo hace ya de eso. Sí recuerdo que empezaba con un fúnebre toque de campana, sobre la imagen de un charco. Una película mexicana de los años cincuenta o sesenta, en blanco y negro, con un argumento triste hasta la aflicción. Una historia que, de pronto, hizo que me diera cuenta de que el cine podía remover cosas en el interior de las personas. En mi interior, al menos, sí.  O no fue la primera, y antes había visto versiones horrorosas de Los Tres Mosqueteros, o alguna serie Zeta para público infantil. Nada. Yanco fue mi primera película, eso es así. La primera en donde el dolor, la angustia, la vida y la muerte, la música, la imagen, la interpretación y tantas otras cosas se asomaron al menos a mi mundo de niño con pantalón corto.
Mucho tiempo después, en el 2007, pude ver otra película : "El Violín". Una obra también en blanco y negro, pero esta vez por motivos plásticos, no por pura vetustez. Premio Especial en Cannes de ese año. Curiosamente también mexicana. Y también con un viejo violín en el eje estético y narrativo de la historia. Sólo que ahora el protagonista no era un niño, sino un anciano. Algún lazo memorístico -y emocional- me hizo unir ambas películas. Pero no puedo explicar por qué. Sólo viéndolas se podría entender. O no. Las rememoro a ambas porque de algún modo iniciaron y cerraron un ciclo, vital o no sé de qué tipo, para mi. ¿Me gustaron? Desde luego, El Violín sí. La recomiendo sin dudarlo. En todo caso, es muy difícil hablar de películas. De cine. Porque, ya se sabe, es cuestión de gustos. Bien está que hay cine bueno y cine malo. Películas mejor y peor hechas. Como actores y actrices. Todo. Pero nunca se sabe: se trata de vivencias, a menudo. De sensaciones vividas, delante de una pantalla enorme. Sólo así me explico que me gustaran películas de serie B del Oeste, o de zombies -ahora otra vez de moda-, o policiacas.... Porque es así: no me avergüenza decir que disfruté como un enano viendo a Bud Spencer y a Terence Hill en "Le llamaban Trinidad" dando mamporros o zampándose una sartén de judías con tocino. Ya tendría tiempo de convertirme en un idiota y en rechazar según qué cosas, por "no tener calidad"... Ya tendría ocasión de echarme novia y fingir que me gustaba Truffaut -Truffaut: eres un capullo insoportable y un puto pedante-, como este mismo mes, que me he chupado la última de Almodóvar o la de Cumbres Borrascosas. Por amor, nada más. Porque a mi, lo que me hubiera gustado era haber vuelto a tener dieciséis años y largarme al Cine Goya o al Autopista. Y que me pusieran una de Hitchcock, o una de Sherlock Holmes. O que repitieran otra vez -o mil veces- La Diligencia, o Rio Bravo. Con una cerveza en una mano, un Ducados en la otra y sentados en el respaldo de la butaca de hierro, con los pies en el asiento. Y sí, una de Bud Spencer, o de Bruce Lee, que para eso practicábamos luego en la calle, lanzando hostias y patadas a todos los postes de la luz. Bien poco podíamos imaginar que esas pelis iban a ser semilla de culto, al menos para Tarantino. Ser un adolescente para ver de nuevo el estreno de Star Wars, y salir sabiendo que algo nuevo había pasado en el mundo del cine fantástico. Revivir la primera vez de El Padrino. Ir creciendo a base de buenos estrenos, pero también algún que otro ciclo de Kubrick, de Ford, o de Wilder.Ya vendría el amor, el drama, el existencialismo.... Todo se andaría. Pero eso creo: que en el fondo, en la base, está la sensación de gozo, la pura diversión. El Cine que muchos desprecian, pero que yo escribo con mayúsculas.
P.D. Qué razón nos asistía, qué ingenua alegría, cuando silbábamos aquellas bandas sonoras (como ésta que dejo aquí) , calle abajo, imitando las escenas que más nos habían gustado. Dando un puntapié a una lata. Felices, un puñado de amigos, una noche de verano


Viriato murió en Chamberí


Quería ver cierta exposición, pero no sabía dónde está la calle Viriato. No hay problema. En la Puerta del Sol hay una estación de metro. Y en ella, una oficina de atención al cliente. Bueno, la oficina no se llama así, sino Metro Shop, pero da igual: tampoco la estación se llama como dije, sino Vodafone Sol. En todo caso, con esa nomenclatura tan furiosamente europeizante, la cosa tendría que ir como la seda. Dos amables jóvenes me sacarían del aprieto.
-Señorita, quisiera saber la estación más próxima a la calle Viriato.
-No sé cuál es esa calle. ¿Cómo ha dicho que se llama?
-Viriato. Calle Viriato.
-Pues ni idea, pero se lo busco. ¿Es con B o con V?
-Con V... Viriato es con V...
En 1972, Doña Candi era siempre implacable y podía lanzar sus preguntas como dardos, de forma punzante e inesperada:  -Manolito, ¿quién fue Viriato?  (más me valía saberlo)  -Señorita, ¡Viriato fue un invicto caudillo lusitano!... 
-Pues con V  tampoco aparece...
- ¿Cómo puede ser? Esa calle existe, estoy seguro.
La compañera de la señorita a esas alturas también está tecleando en su ordenador. Los clientes a quienes atendía en ese momento no se molestaron por verse obligados a esperar:  a ellos también les intrigaba el tema.
-A mi tampoco me aparece ningún Viviato. Ni Bibiato, con B, tampoco. ¿No será una con B y otra con V?...
-A ver, entonces... ustedes... ¿no saben quién fue Viriato, verdad?
Las dos señoritas y la pareja de clientes que estaba siendo atendida arquearon hacia abajo sus labios y menearon a coro negativamente sus cabezas. Doña Candi nos había enseñado a leer y a escribir (con buena comprensión lectora y sin faltas de ortografía escrita, hasta la fecha), amén de historia general de España y buenas dosis de catecismo, en un colegio pendiente de homologar, cuyas instalaciones consistían en una puerta y dos cuartos, uno de ellos sin ventanas. No había pizarras, sino rectángulos pintados en la pared con esmalte gris.
- Pues Viriato... Viriato fue.... ¡nuestro invicto caudillo lusitano!
Ahora todos (las dos señoritas, los dos clientes y aun una pareja de turistas alemanes que acababa de entrar me miraron con pavor. No sé si por el tono de mi voz, o por haber sacado la palabra "caudillo" a paseo. Aunque a estas alturas y más en Madrid, no sé a qué tanto aspaviento. De todos modos, Doña Candi podría revolverse en su tumba. Bien: no tanto como eso. Aún no ha fallecido. Sólo que hace mucho que se retiró y se dedica a labores altruistas. Que dan ganas de enviarla a la capital al frente de unos pocos cascos azules y algunos drones, con el objeto de enderezar allí tanto desastre educativo. Quizá rompiendo algunas manos a palmetazos. Y no, Doña Candi. Viriato, simplemente no llegó hasta aquí. Lo más cerca que estuvo fue en la emisión de esa serie en donde lo interpretaba un galán bien majo. Pero el de verdad, no. El de verdad resistió a Roma hasta decir basta. Ni se conformó con proteger a su querida Lusitania, pues se dio buenos garbeos hasta el Mar Menor a tomar allí los barros. Y hasta se bajó al moro. Y consiguió de Serviliano Cepión la independencia lusitana, como territorio respetado y "amigo de Roma", a base de derrotarlo y amenazar con exterminar sus legiones. Sin referendum de autodeterminación ni mierdas.  Pero aquí no llegó. Y bien me habría gustado. Todo habría dado en el día de hoy, ¡oh glorioso caudillo! por verte a ti y a los tuyos entrar a uña de caballo en la calle Preciados. Haciendo huir en desbandada a esa gleba compacta que derrochaba sus sestercios a manos llenas.... Todo lo habría dado por ver caer en tus celadas -de esas con tiros de honda y terronazos en los cascos- a tanto municipal y nacional que rodeaban el Congreso, que más que sede parlamentaria parecía puticlub en plena redada.... O acaso rondó cerca. Quizá quiso venir desde Chamberí o desde Chueca. Y allí quedó enredado en las luces rojizas de un local de ambiente. O falleció indigesto en un kebab. O, como dicen las crónicas, fue vendido por sus lugartenientes Audax, Ditalco y Minuro, que habían sido sobornados y que como todos saben se dedicaban entre horas a la reventa en el Bernabéu. Mas de nada les sirvió, pues se quedaron sin su líder y sin su recompensa. Porque recibieron la célebre respuesta:  -Madrid no paga traidores: ese servicio también lo estamos privatizando-

Publicado en diciembre de 2013

El club de los poetas fusilados




Hoy todos se apenan por Robin Williams, muecas de sonrisa, ojos de sonrisa. Ha muerto y muchos se ablandan, notando que somos ya menos jóvenes y que caen, cambian o se marchan para siempre algunos de los lugares, cosas o personas que nos han influido, marcando de algún modo un hito, un punto reconocible en nuestra biografía. En la formación de eso que somos o que aún estamos construyendo. Yo también estoy apenado, sin duda. Pero la verdad es que yo no estudié en Eton o Welton o como se llamase aquel colegio, no sé si recordáis. No tuve un profesor Keating. Ni un amigo como el de Will Hunting. No. Yo había descubierto a Whitman por casualidad. Y aun así no lo he leído mucho. Bien: sólo sus Hojas de Hierba. Pero reconozco que fueron hojas frescas, rociadas muy fino, en las que daba gusto tumbarse. Yo había leído, muy joven y por pura curiosidad y placer, a Shakespeare en las largas siestas de verano, cuando el calor achantaba a mi pandilla de cofrades de gamberrías y a mi equipo de baloncesto, inutilizándolos durante horas y haciéndolos dormitar hasta bien caído el sol. Era imposible. La poesía nunca hubiera podido ser, para un niño de la España del último franquismo, un trampolín a la vida. Sólo era una máquina de fabricar epopeyas. Una furcia barata que hacía arrumacos a los jerifaltes. Porque los otros, los poetas de verdad, habían sido depurados, exiliados o fusilados. La lectura disidente, la casualidad a veces, nos hizo comprender que Lorca había escrito más cosas, distintas y distantes de la boda de la lagarta y el lagarto. Comprender y saber -algunos aún hoy quieren hacerlo pasar así-  que Machado no se fue a Francia para visitar a una tía segunda. O que Miguel Hernández no falleció por hacer dieta sin supervisión de una nutricionista competente. La Poesía comenzó a decir cosas que nos habían ocultado. Pero no hablaba solamente del amor o la iniciación a la vida. No me dieron ganas de vestirme de tules e interpretar a Hipólita en el teatro López de Ayala. La Poesía había sido la voz de la Libertad, como en la dichosa película en la que Williams nos espolea y nos quiere dar alas. Pero la Libertad, en España, no en Vermont, USA, era la que ansiaba Hernández (sangro, lucho y pervivo) con carne desgarrada, o Altolaguirre (ya que no puedo ser libre, agrandaré mis prisiones). La que Lorca necesitaba (en tu cuerpo guardabas las lavas de tu pasión) ¿Por qué son peligrosos los poetas? ¿Qué hubo de temible en la pluma de Miguel, la guitarra de Víctor, los teatrillos de Federico? ¿Por qué matarlos a todos? La Poesía (miel en el pecho dolorido de un hombre), como el Teatro, alzaba imponente una bandera, un grito, un argumento, que eran incompresibles para el orden brutal, infinitamente hipócrita, que se nos había fajado a todos. Había que leer. Hay que leer. La radical rebelión, de exigencia libertaria, se exhibe, quizá, en la calle. Pero se fragua en la mesa, sobre un libro o unos papeles. La rebelión, sí: la profunda disidencia que me hace pensar, sentir o vivir de forma inesperada, resistente a esquemas previsibles y controlables, es una consecuencia de una auténtica y más profunda revolución. El encuentro conmigo y con mi vida. Los sentimientos, las aspiraciones, la sensualidad, el deseo, la solidaridad, la duda. También el odio, o los celos. La muerte. Tantas cosas. Y todas y cada una. Son materia de reflexión. También materia de creación, de progreso, de autoconocimiento y aceptación. Y luego de reivindicación. Para ser uno mismo. Y serlo junto a los demás. O contra todos los demás. Materia para tener faena durante una o mil vidas. Recorrer ese laborioso trayecto, seleccionando ahora este camino, luego aquel otro. Irrenunciablemente libre. En pie sobre el pupitre. Incansablemente independiente. Hay tajo, amigos. No perdamos el tiempo. Carpe Diem.

Publicado en agosto de 2014

El galguero


Me tocó al lado. En un banquete de bodas, una de esas veces en las que vas a caer en una mesa en la que habrá otras ocho o diez personas a quienes conoces poco. O no conoces de nada. Y me tocó al lado. Un tipo enjunto, patilludo y con pelo ensortijado que dejaba caer, ya canoso, en una pequeña melena que bailaba como coleteando, a dos dedos de la nuca. Un hombre de campo, curtido y de mirada franca. Podría haber sido palmero, o conductor de calesa en el Parque de María Luisa. Pero no vino mal: al poco tiempo habíamos trenzado conversación sobre una afición que teníamos en común, y que por lo visto debe rezumarse por los poros o algo así, porque lo descubrimos el uno del otro en pocos minutos. Nos gustaba el Flamenco. Y nada: el convite fue largo y un pelín tedioso. Por eso, los demás nos miraban con cierta envidia, ya que para nosotros dos los minutos y las horas volaban: Toronjo, Porrina, Tena, Cintas, Calixto... Sevilla, La Unión, Jerez... soleá, fandango, toná... Hubiéramos podido seguir toda la noche. Al terminar una frase, mi colega suspiró: sí, el Flamenco, mi gran pasión. Y los galgos. Y seguimos dándole al palique sobre cadencias y sones. Pero el tema de los galgos me picó. Te la guardo, compadre. Para cuando pueda.Y pude. Sopesé si era o no oportuno sacar un tema espinoso, en un ambiente amable y correcto. Pero no podía irme sin preguntarlo. Puse el asunto sobre la mesa, un poco forzado, con una par de preguntas de fingido interés sobre los galgos. Un par de pases para poner al toro en suerte. Y entré a matar: ¿por qué los abandonáis? ¿cómo podéis? Pagamos justos por pecadores. Fue la respuesta. Y apuntillé un par de veces más. No somos todos iguales, me dijo. Pagamos justos por pecadores. Y en esa línea de respuestas cortas y que a mi me parecían propias de alguien culpable como Barrabás terció una parte del envite. ¿Qué harás -insistí- cuando alguno de esos cinco o seis que dices que tienes ahora ya no te valgan? Finalmente, mi compañero de mesa volvió a suspirar, ahora más hondo. Como dándose por vencido: este cabezón no se conforma con dos cosas, y seguirá preguntando y tocándome los huevos hasta que se haga de día. Y me contó algo más. Mira -me dijo- lo reconozco: tengo galgos desde que era muy joven. Y sí. Cuando alguno ya no valía, yo mismo y con estas manos, los ahorcaba. Esto lo decía mirando sus manos, pero como si esas manos no fueran suyas, sino las de un muerto. Las manos de otro. Con la boca torcida. Luego, ya no pude. Siempre trabajé en el campo. Y después de tantos años, siempre sin ir a la escuela, he aprendido muy pocas cosas. Una es, te lo puedo decir, que los animales son lo mejor que hay encima de la tierra. Y los galgos... no hay un perro más dulce que un galgo. Como creo que puse cara de no entender -o de no creer aún- él siguió. Tengo seis galgos, sí. Una, La Vieja, tiene dieciocho años. No ve ni oye nada. Apenas anda. Y cuando se acerca a la comida, casi siempre se cae de bruces al plato. Le doy de comer cada día a mano, despacito. De los otros, uno es su hijo, que ya tiene catorce. También va teniendo sus achaques, los cuartos traseros le flojean mucho. Y así. Pero estos galgos ¿sabes? irán muriendo conmigo. O yo con ellos.

Publicado en febrero de 2014

Membrillos


El membrillero nos regala otro año sus globos, que son de color amarillo refulgente cuando les retiras –acariciándolos- su pelusa parda. Hacía muchos años, desde la última vez que me subí a un árbol. Anoche insistí mucho con la acústica  y los dedos tienen las yemas encallecidas; siento un tacto metálico cuando alcanzo los membrillos que están en la copa, jugando a no ser alcanzados. Dentro de sus ramas, las frutas me rodean ocultas por las hojas grandes y me siento como en medio de una nebulosa de planetas, que pueden ser observados fácilmente desde abajo, pero que no es posible ahí en donde yo estoy. Soy el centro de un espacio verde oscuro, de arañas y mirlos. En la plazuela se oye ruido. Hay una concentración de motoristas. Están eufóricos y se disponen a una ruta por carretera. Irán a la Sierra de Montánchez o a la de La Parra. O quizá a Guadalupe. A los motoristas –moteros dicen ellos- nos gustan las carreteras con curvas. Con suaves peraltes, flanqueados por jaguarzos y brezos. Con fondos de retamas y jaras. Los moteros marchan contentos, dando rápidos retortijones a los puños para que los escapes jaleen con sus rugidos. Marchan con la promesa de un viaje alegre, la sensación de extrema libertad durante una mañana soleada de otoño. Hoy sé que uno de ellos no iba a regresar.

Desde la copa del membrillero, la estampida de máquinas plateadas y rojas se escucha cada vez menos, al alejarse. Ahora quedo más solo y de nuevo me envuelve el rumor de las hojas, la luz dorada que, dentro de la esfera de sombras, se filtra como un gas cálido. La planta de cáñamo –el pecado venial del jardín-  bajo su abrigo de plástico, eleva desde los arriates un perfume complejísimo, que no embriaga pero sí hace perder la concentración reclamándola toda para sí: tan oleoso, tan dulce y tan especiado es. Sujeto, casi perdiendo pie, uno de los membrillos más altos, pensando que el aire huele como la panza de un galeón cargado de barriles de jerez viejo. No me gustan las concentraciones de motos. No me gusta disfrazarme, un domingo por la mañana, con chaleco, insignias de solapa, pañuelos y botas de vaquero. Aparentar lo que no se es. Fingir una gran rebeldía que sólo dura un fin de semana. Viajar en grupo. No. Me gustan las motos. Pero voy en moto, desde los dieciséis años, cada día de la semana. Siempre. En verano o en invierno. Y voy solo. Siempre solo. Una moto no te hace más libre, o como decía Altolaguirre: en todo caso, ensancha bastante la jaula en la que estás. No voy en grupo, sino solo. No me gusta la ruta, sino la partida. No elegir un destino, sino una carretera. No una hora de salir, sino salir ya, de repente: ahora.

Un membrillo ha caído al suelo y rebotó contra el césped, emitiendo un sonido sordo. No pasa nada. No se va a estropear por el golpe, como dice mi padre. Además, seguro que ese lo partiré ahora con mi navaja y lo comeré así: crujiente y fresco. Mi padre, que me espera al pie del árbol, no puede ya treparlo. Algún día yo también esperaré ahí a que alguien quiera coger mis membrillos. Mi padre recoge cada uno de los que le entrego como si en misa recibiera una forma consagrada. Un frágil y valiosísimo tesoro. Siempre recordará –y siempre volverá a contarme, una vez más- cómo guardaba, de niño, el establo en donde las caballerías rumiaban y el ruido de sus molares triturando grano durante toda la noche. Siempre recordará la pobreza. Y la época del membrillo, cuando arrojaba unos cuantos adentro de la montaña de paja, en donde se perdían sin remedio. Y cómo, a lo largo del año, iban apareciendo a medida que la paja se gastaba. Cada membrillo encontrado de nuevo, aún más maduro y aromático, era un regalo: una fiesta de carne ácida y jugosa para un niño hambriento.


Noviembre de 2014

Zalaca


El señorito Jaime se ha comprado un caballo nuevo. El otro lo tiene atrás. El viejo caballo, que ya no monta nunca, se ha convertido en un huraño tragapanes que se pasa el día amorrado al pesebre, en donde no sabe si masca grano o resopla sobre él su sueño, levantando nubes de polvo gramíneo. El de ahora es un potro rojizo, con un pelo que brilla como bañado en aceite. Piafa y escarba nervioso, y de momento no consiente con gusto que nadie lo monte. Como mucho, el señorito Jaime acierta a subirse sobre la silla y darse un corto paseo, si antes dos gañanes le sujetan bien las bridas y las orejas al animal. José descansa un poco, ha estado todo el día despanochando maíz. José tiene veinte años. Piensa, tumbado bajo el fresno, que ese es el peor trabajo que puede tocarle, de entre todos los que hay en el campo en todo el año. Tanta calor hace. Tanta sed y tanta piquiña en la garganta y en la piel. Pero ahora ya hay que parar. A lo mejor hoy no tenemos la misma noche que ayer. A lo mejor se baja un poco la bolsa del siroco y nos entra aire más fresco desde Portugal. Aquí mismo, o más allá, estuvo el real de Al-Mutamid. Hasta aquí vino, hace nueve siglos, el rey sevillano con los suyos. -Toledo ha caído- dijeron. Y un hormigueo de emisarios recorrió los llanos y las lomas, bajaron y subieron Sierra Morena, porque los monarcas del sur sabían que el perro rey castellano-leonés también querría atacarlos a ellos. Pidieron ayuda a sus hermanos de Africa y una marea de guerreros erizados de jabalinas y venablos cruzaron a Gibraltar para subir el Camino de la Plata. El río Zapatón tiene eses de frescor y de juncos, y tiene carpas y jarabugos, en su verde camino hasta el Guadiana, con las aguas del Jola y de los cabezos de alcornoque y granito.  José está amodorrado, bajo la esfera de aire picante en el regazo del áspero fresno. Oye el rumorcillo del agua, pero se le enturbia y mezcla con la risa -esa risa irritante y asquerosa- de Visi. Visi es la hija del señorito Jaime. Cuando el señorito Jaime quiere burlarse de José, cosa que hace casi a diario, lo hace lanzándole su jornal en el comedero de los cerdos, o cogiéndole su talega -su dura talega de lona, con su trozo de pan negro y tocino- en la alberca del pozo, dentro del agua verde. Y también lo hace retándole con risa de media cara, a que suba a su caballo nuevo, para ver si lo saca por las orejas y puede divertirse a fondo si termina con algún hueso roto. Y Visi se ríe también. Visi, la hija del señorito Jaime, se ríe como desde arriba. Y cuando el señorito Jaime se marcha, ella se acerca a José, levanta sus sayas y le enseña al pobre muchacho la entrepierna, y se toca el sexo viciosamente.... -Mira: si no te caes del caballo, esto es pa tí...-  Pero sabiendo que no sería posible, y que ese gesto no era más que otra burla. Una más. El rey Alfonso se asienta con su caballería y su hueste de a pie en el norte. Al sur, a orillas del Guadiana, acampa Al Mutamid, agasajado por Muttawakil, el rey de Badajoz. Con los suyos y con huestes de Granada y Málaga, harán frente a los infieles. Irán a la guerra. Como antes lo hicieron entre ellos mismos. Y como después volverán a hacerlo. Y como lo hicieron contra el califato, porque no quieren rendir cuentas a una corona lejana y abusiva. Hace calor. Hace muchísimo calor. Nadie tiene eso en cuenta, creo. Pero hace un calor asfixiante. A primera hora de la tarde, tras la montería, José deberá tener lista la comida para los escopeteros -como hizo al alba, cuando les avió las migas con torreznos y el café-  Son muchos. Son ricos y se ríen mucho de todo. También querrán reírse de él. El señorito ya avisó de que mientras comieran mandaría a José para que intentara montar a su nuevo caballo. A orillas del Zapatón ahora no hay campamentos de moros ni cristianos. Sólo hay pescadores que asedian al barbo y al black-bass. El famoso Alvar Fáñez manda la caballería cristiana, que ataca frontalmente y sin piedad. Causa bajas y provoca pánico. Los caballos de Fáñez son como tanques, cargados de mallas y lorigas. Nadie puede detenerlos. Ni los ejércitos taifas, ni los almorávides. Todos ceden a su empuje. Y el rey cristiano penetra con osadía en los campamentos enemigos. José ha decidido no perder su tiempo. Ha cebado bien el comedero de los caballos. Y ha arrojado dentro un cubo de maíz triturado mezclado con unos puñados de sal gorda. Dos horas después, ha resuelto que el nuevo caballo, el caballito alazán capricho del señorito, hoy no pasará la mañana mascando paja fresca en la penumbra de las cuadras. Lo toma de la brida y lo lleva junto a la cancilla, en la entrada del cortijo. Y allí lo quedó durante toda la mañana y el bochornoso mediodía. La batalla está siendo larga de horas. Y los caballos de Alvar Fáñez están muy fatigados. Los caballitos árabes apenas vinieron desde Badajoz, en donde aguardaron su hora entre las verdes juncias, bebiendo agua del Guadiana. Los de Alvar recorrían mientras tanto más de cien leguas antes de guerrear. Y todo ello lo hicieron revestidos de chapas, cadenas y cotas. El agotamiento de los animales se unió a la desazón de los caballeros cuando, ya engolosinados de victoria, comprendieron que estaban rodeados. Por la Cañada Honda se adivina la nube de polvo que levantan los coches y las camionetas de rehala. Están llegando. José corre hacia el caballo y lo trae, con los ollares ávidos de aire, hasta la alberca. El animal bebió con ansiedad mientras José le limpiaba el sudor de la grupa y del pecho. Tras haber vencido y hecho huir a los infantes andaluces y magrebíes, nadie esperaba verse así: rodeados, heridos y atropellados por una avalancha incontenible de guerreros espantosos. Gigantes subidos en camellos. Negros sudaneses   mandados por Yusuf ben Tas´fin. Temibles mercenarios que dieron muerte o hirieron a muchos, incluido el propio rey leonés, que tuvo que regresar huyendo medio desangrado, muy lejos, hasta las murallas de Coria. Cuando todos esperaban su rato de diversión, con el vaso largo en la mano, entre risotadas que salían desde rojos mofletes, el humilde José obedeció. Tomó, como le pedían entre chascarrillos, los arreos del caballo, que -hinchado y prieto de tanta agua- parecía rezar para que su panza no estallase, luchando por respirar y seguir viviendo. Lo ensilló y lo montó. Y se paseó sobre él durante largo rato, arriba y abajo, por la plaza del cortijo, por el paseo de manzanos y por la orilla del regato. Y volvió hasta ellos, feliz por dentro, porque ahora nadie se reía de él. Nadie lo tiene en cuenta, pero él sí: hace calor. Muchísima calor, aquí.

sábado, 16 de febrero de 2019

Coplas, hachís y Neruda


La copla me ha perseguido estos días. No. Yo huía de los concursos de hip-hop playeros, del tecno que atronaba en el maletero de cada seat ibiza. Yo escapaba como de un monstruo de la tele del sur, que cree que cada niño andaluz tiene gracia y sabe cantar fandangos. La copla me abrigó como un cobertor, sin notarlo, en la megafonía del churrero, en el hilo musical del súper. Este puerto, pienso, está hecho con huesos de Hércules. Este espigón, con cuadernas de trirremes, jabeques y galeras. En esta bahía -no señor, no quiero papas fritas- se pone el sol a diario sobre el Santísima Trinidad. Sobre los fantasmas de Churruca, Alcalá Galeano y Lord Nelson.  Me da mucha pena la copla. La que cantaban grandes damas, imponentes. Nadie llenó el hueco de doña Concha. Ni nadie el de Rocío. Qué mujeraza, Dios. En uno solo de sus desplantes hubiera bastado un golpe de melena para alejar a la flota de Ulises, inflando sus velas y levantando olas de espuma. Entre sus pechos habría fenecido el ejército del faraón. La copla no la cantan grandes señoras, sino tonadilleras arribistas y más bien mediocres. La cantó Miguel de Molina, con cada triza de su trágica vida. Con lo que quieran llamarme, me tengo que conformar... Sobre una estacha, un chavea me ofrece chicharros y hachís. La copla me amarga. O quizá sea esta cola de pez volador en salazón, que tengo que bajar con más cerveza. El tensiómetro y la báscula me pasarán factura. Bajamos hasta la plazuela de Carlos Cano. En la plazuela de Carlos Cano, un hibisco llena el aire de verde y lo salpica de rojo. Comprendo, ya nítidamente, que la copla me sigue estos días. Carlos, que la cantó hasta que se le rompió el corazón, sabía que la copla es canción de pasión y ardores de sangre. Pero que también, a veces, es falsa y postiza... "llevo tu nombre tatuado..." Hemos llegado a la casa flamenca.  Una peña flamenca siempre es un bar lóbrego y bastante kirtch, en donde muchos visitantes no quieren entrar, por su anticuada decoración y sus paredes llenas de fotografías añejas. Todo lo más, se encuentra una guitarra vieja, apoyada sobre una silla de palo. La casa flamenca es sitio como de paletos, supongo que dirán. Algo cerrado. Pero ya ves: nunca vi ninguna y dejé de entrar. Y nunca encontré una que no tuviera su rinconcito dedicado a Federico Lorca. O un folio amarillento enmarcado con unos versos de Machado o de Alberti. La copla, canción del amor prohibido, de la sexualidad diversa, del emigrante que canta en el aeropuerto de Münich con un nudo en la garganta -y a pesar de todo- un amor por su tierra incomprensible para los acostumbrados patrioteros, fue tomada por el régimen. Y convertida goebbelianamente en el canto insulso, falsamente henchido, de no sé qué raza, no sé qué ínfula y no sé qué mierdas más. Cerca de los muelles hay tres contenedores repletos de detritos. Junto a ellos, medio centenar de libros se encuentran cubiertos de restos de paella y pizzas margaritas. Dos señoras me miran desde su velador, alzando medio labio superior para mostrarme su asco. Pero no puedo evitarlo: de rodillas tomo uno tras otro, quitándoles los pegotes de grasa. Sacudiéndolos, como queriendo reanimarlos. Me encuentro en un incendio del que sé que sólo podré salvar a un puñado. No quiero seleccionarlos. No puedo. Me limito a llenar mi cartera de cuero y marcho. Sé que vienen Neruda y Baudelaire, y tres o cuatro más. Y sé que se quedaron Foucault. Y Salinas. Y.... tengo ganas de llorar. Debe ser la copla. "Pena, penita, pena..." Todo el mundo los reconoce me dice el tabernero cuando señalo a Camarón -mitad Cristo, mitad Che- y a Paco. Pero cuando identifico de corrido a Toronjo, Agujetas, el Lebrijano, la Niña de los Peines, la Paquera o a un jovencísimo Chano Lobato, decide que merezco chiclana frío del de la frasca buena. Desde la reja, veo las letras cerámicas con el nombre de la plaza: Carlos Cano. Y vuelvo a mirar adentro. Y la Copla y el Flamenco, creo yo, me miran. El tabernero me mira. Y Camarón. Y Marifé. Y Rancapino. Y todos. Tengo la negrura de creer que este arte, esta música, están marginados... "Tengo pena de ser en esta orilla/ tronco sin ramas; y lo que más siento es no tener la flor, pulpa o arcilla para el gusano de mi sufrimiento..." Son incomprendidos. Y han sido manipulados, como casi todo en este triste país. No es obligatoro que a nadie le guste, claro. Pero creo que ello sólo no es lo que hace que mi boca sepa a hiel. Hay un maltrato más profundo. Un desdén superior al simple desinterés.Volvemos al paseo. Avioncitos de porespán vuelan pendientes de un hilo. Hay quien monta en moto de agua. Quien vende camuesas. Yo me siento en el estribo y descanso con Neruda. No soy nadie, ni puedo solucionarlo. Sólo escribir aquí. 
Si desaparezco aparezco con otra mirada: es lo mismo. 
Soy un héroe imperecedero: no tengo comienzo ni fin.
Y mi moraleja consiste en un plato de pescado frito.

La Wirt de Twain y el pantalón pirata de Marilyn


Hablando de hedonismo. Acabo de darle un aire distinto a mi mesa. Bueno, mi mesa es realmente un escritorio tipo secreter. Yo fantaseo con que sea quizá inglés, quizá del siglo XIX. No lo sé. Sé que es antiguo. Y que su madera, probablemente, sea de encina. Llegó hasta mi casa hace años, después de un business que no viene a cuento. Durante mucho tiempo, mi escritorio estuvo fabricado con una puerta vieja, puesta en borriqueta sobre unas cajas de tomates. Estaba en el viejo trastero de casa, con su tejado de uralita y lleno de cacharros. Tenía una manta por encima y un brasero de gas debajo, porque en aquel trastero pasé frío y calor: era inhóspito. Pero no quería salir de él: allí, en cajas de madera y de cartón, escondidos pero omnipresentes, estaban mis libros. ¿Dónde estás ahora, vieja puerta de madera sin picaporte?... Después preparé mi propia casa. La vieja puerta se convirtió en un hermoso tablón de abeto. Y las cajas de tomates fueron sustituidas por unas burras de madera plegables. Disfruté de esa nueva mesa que, con su flexo articulado, me hizo sentir en el cielo. Pero también se acabó. Creció la familia y hubo que plegar las burras y esconder el tablón. Me quedé sin mesa donde leer y escribir durante diez años. Fue duro. Hasta que finalmente llegó la nueva casa y mi nuevo-antiguo escritorio. Imaginad. Después de tanto tiempo tratando de leer en el sofá o escribir en la mesa camilla -e interrumpirme si llegaba visita- y no poder... Un sótano amplio y un boureau de madera con nueve cajones. Una gran librería. Mis libros. Mis estilográficas. Todo.  Ahora he decidido colocar bajo el cristal unas láminas con viejos afiches publicitarios. Me gustan. Me ambientan y me hacen mi rincón más agradable aún. Está Marilyn escribiendo con pluma -¿qué pluma es, Dios mío?....- Es una foto bellísima. La foto y Marilyn. Escribiendo. Y con muchos libros sobre su cabeza -joder, joder, era perfecta....-  También está William Holden, con su Parker 61 y su revolucionario sistema de recarga, mirando el tintero y quizá pensando en el río Kwai. Y Twain, anunciando una Wirt, qué grande, el cabrón. Recolocando mis plumas y tinteros, me doy cuenta de cuánto me gustan. Me doy cuenta de que no tengo plumas caras. Bueno, no sé cuánto costó esa Cross tan bonita que me regaló Mercedes. Pero no. Son tirando a corriente. Como esa Parker 51 que rescaté de un rastrillo y que escribe increíblemente bien. Después de lavarla a fondo y rascarle su alimentador, eso sí. O la Parker 21, única dote que he recibido de rebote, procedente de mi difunto suegro. No la uso. La puta Flaminaire, cuyo flujo se corta y ya no sé qué más hacer para solucionarlo. La vieja Inoxcrom Sirocco, con su esmalte cascado, pero tan altiva. Y la Waterman Apostrophe, tan elegante y tan fina... y con ese nombre tan absurdamente cursi. Y la humilde Parker Vector, que me acompañó en mis andanzas militares, con la que escribí tantas cartas y tantas y tantas actas de nacimiento, bautizo, matrimonio o defunción en los enormes libros de partidas. Y la vieja Sheaffer, también fruto de un hallazgo... Y... En fin. Es que quizá debería escribir una entrada dedicada solamente a las estilográficas. Yo, que admito que en el trabajo es imbatible por su rendimiento y por su precio el famoso BIC azul, me niego a poner uno sobre la mesa y ver cómo a los pocos minutos ya alguien se lo llevó y debo sacar otro. No. Escribo con pluma. Cargo y recargo sus cartuchos y sacos de goma. Cambio de tintas y de colores. Y hasta las fabricaba yo mismo, porque es muy fácil, cuando tenía más tiempo.  Escribo con estilográfica -como digo siempre que tengo que defender posiciones hedonistas- porque me gusta y porque me sale de los huevos. Y seguiré pisteando las mesas de los rastrillos de cachivaches, por si aparece una Aurora, una Conklin o una Eversharp. Soñar es gratis. Las Mont Blanc son carísimas, están sobrevaloradas y son castuza.  Y poner esa cara de asquito. Como diciendo "-¿cómo se atreve usted a querer vender esta mierda?-", pero temblando por dentro de la emoción. Con cuidado de no cagarla. Y preguntar con enorme desinterés su precio. Y empezar a regatear. 

El cristiano hedonista


El hombre, bueno, culto y gran lector, soñó ser llamado por el Creador y conducido hasta El
 -¿Quién eres? -Jerónimo  -¿Y cuál es tu religión?  -Soy cristiano  -No puede ser. Me engañas. No puedes ser cristiano si no sacaste tiempo para leer a Virgilio, a Platón o a Cicerón. Tampoco has leído nada de Almudena Grandes, Benedetti, Neruda, la Matute o Gabo ¿Me tomas el pelo? Ni siquiera me sabrías decir un título de Saramago, que aquí, en el Cielo, es algo básico. Tu ficha es penosa. Tampoco aparecen Pessoa, Mendicutti, ni Wilde. Hasta estoy sospechando que tienes algo contra las mujeres, los portugueses o los gays... ¡Yo te arrojo de mi presencia! Tendrás un par de años de vida más para enmendar tus faltas.
Tras la comida en el hotel, un sacerdote de vacaciones -santo y querido por sus fieles como pocos- fue atendido por la camarera: -¿Desea algo más?  -Sólo necesito un puro y encendido amor  -respondió-  Pero como soy cura, no puedo pedir amor: me conformo con el resto.-  La chica guiñó el ojo, comprendiendo, y regresó con un Montecristo Nº4, y aplicó un fósforo ardiendo, esperando que el hombre cortase con placer su punta con dos mordisquitos y lo acercase, chupando con gran placer.
Esta mañana alguien me preguntó a qué dedico el poco tiempo libre de que dispongo. Descontados trabajo y familia, casa y quehaceres varios. Tiempo del de verdad. El neto. Ese que suele ser tan poquito. El de uno mismo.... -Pintura, lectura, música, escritura, tantas cosas.... -Eres un genio o vives como Dios. Qué bueno. Eres un hedonista. ¡Cualquiera diría de tu formación cristiana de tantos años...!  
Cerca del sueño de Jerónimo, una joven bellísima robó el corazón de un apuesto general romano. Pero los separaban sus creencias y nacionalidades. O mejor dicho: los políticos de sus naciones y los predicadores de sus creencias. Empeñados en que la hermosa pareja no pudiera amarse y poseerse salvajamente, como en realidad deseaban con locura. El joven general se arrancó su cíngulo y su loriga: -¡O para amarla, o para quitarme así, desnudo, la vida! mientras que su doncella querida hacía lo propio con otro par de cojones  -¡Yo misma me quemaré así la carne, y cortaré mis senos! ¡Serán para él o para nadie! ¡Y menos para uno cualquiera de estos patanes del pueblo! Y todo esto, en un ambiente ya de por si tenso. En el que el mismo corazón del Papado estaba en vilo. El sumo pontífice, harto del clientelismo, de la corrupción y de los trepas, insistía contra toda oposición en que su cargo fuera elegido limpiamente, por votación democrática. Consultando a las bases, como en Marinaleda. Y amenazó y cumplió su terrible amenaza. Se envenenó a si mismo y a toda su familia, bebiendo una letal ponzoña... 
¿Y en concreto, qué? -La guitarra. Sobre todo blues, si puedo. Y rock. Rosendo. Y pintar  -Pues ya me contarás....  
Monseñor había descubierto lo erróneo de su vida y de su visión de las cosas. Y se convirtió en el primer defensor de los derechos de los estudiantes, los campesinos y los obreros. Y por ello fue mandado ejecutar por los poderosos, que encomendaron la cruel tarea a unos matones. En plena celebración de la Misa, pretendieron acribillarlo allí mismo. Mas no fue posible, porque la buena conciencia de los oligarcas se impuso al fin, y ordenaron detener tal barbaridad. Y tampoco lo hubiera sido porque la Iglesia entera, sospechando que algo así iba a ocurrir, se personó en el mismo pueblo y acogió y protegió a su hijo para que no sufriera ningún daño.Y aclarando que, si así sucediera, sería inflexible buscando a los responsables para castigarlos  -Me gusta vivir. Condenadamente, me gusta vivir. Y me gustaría que me gustase más.  La santa castellana, entretanto, buscaba el refugio de su celda. En donde la oscuridad y el reposo, el calorcito del sol a través de la tronera y el vinillo recién trasegado, le conducirían en poco a un nuevo y prolongado orgasmo. Me gusta Van Gogh. Y Howlin Wolf. Y la Creedence. Y Michelangelo. El flamenco con fino y el metal con cerveza. La guitarra de Paco. Y Podemos. Y montar en moto lloviendo. Me gustan los libros que me hagan pensar: pero no pensar de cualquier manera. Me  gustan los libros que me hacen creer que, en lo que sea, yo estaba  equivocado... Sí. Puede decirse que soy cristiano. Pero cristiano hedonista. Estoy de jornada continua. No acostumbro a dormir a siesta, como hago  ahora. En la de hoy, me dormí con un libro de vidas de santos que me aburrió y cayó  sobre mi cara. Pero estaba al revés. 

Una cerveza en la Guerra de Sucesión


Una tarde de hace años, celebré que el día comenzaba a ser más largo. Paseé por Badajoz. Y entré, de regreso al parking de motos, en la Catedral. Hacía mucho desde la última vez. La Catedral solía entonces estar abierta -no como actualmente- durante horas. El bueno de don Cristino solía pasear sobre sus losas de piedra y cualquier momento era bueno para preguntarle algo y recibir de corrido la historia de cada capilla, de cada rincón, de sus patios, o de la formidable lámpara de bronce dorado. Ya se sabe: una lámpara monumental de casi cuatro toneladas, con ciento cinco brazos, bellísimamente labrada. Había sido construída en el siglo XIX para el palacio del Congreso de los Diputados, pero al instalarla temieron con razón que la bóveda podía venirse abajo por su peso. Esto fue mucho antes de que sus señorías se mojaran por las goteras de tan insigne techumbre, o de que muchos impactos de bala de la intentona golpista se tapasen con aguaplast, como quien quiere tapar la propia bastardía con algo de maquillaje. El avispado de don Adelardo López de Ayala, pacense y presidente entonces de la cámara, arrimó el ascua: "-Si no sirve para aquí, nos la llevamos a Badajoz, que la bóveda de nuestra catedral tiene buenas piedras, pero poca iluminación..."   Dureza de testa y pocas luces: tal pareció que retrataba así a sus propias señorías.
Pero don Cristino no estaba ese día. En cambio, pude distinguir a don Francisco, ilustre teólogo y director del Museo Catedralicio. El hombre se afanaba -él sólo-  en mover unos tapices y lienzos montados en bastidores de varios metros de longitud. Obras pictóricas que yacían ahora en el suelo, tras pasar siglos colgadas en los muros. Avancé para ayudarle hasta terminar de colocarlas, apoyadas en unas columnas. Mis manos quedaron negras de un polvo secular que me daba miedo aspirar, por si pudiera tener bacterias antiquísimas y letales, como las que dicen que salen de las pirámides. Observábamos con la cabeza ladeada en ángulo recto a una de las telas:  con el tamaño de dos colosos, nos miraban, tras la gruesa pátina de oscura suciedad, los santos Marcos y Marceliano. Don Francisco y yo decidimos que la forma más científica y acorde a los procedimientos de restauración pictórica para adecentar aquellas obras de arte era lavarlas con jabón verde.
Recuerdo que bajé la escaleras de mármol hasta la plaza pensando en Marcos y Marceliano, mártires. Unos de los muchos patronos de la ciudad. Tantos, que creo que estamos abandonados de la mano de Dios, sólo por el conflicto de competencias que existe entre tanto santo protector. Al final del siglo XVII, Badajoz -como siempre-  era escenario de guerras que nos costaban sangre pero no aportaban nada. Portugal y Castilla. España y Portugal. Portugal e Inglaterra. Austria. Polonia. Francia.... Todos vinieron aquí a dirimir sus puñeteros problemas. Y siempre terminaban bañando Badajoz con sangre, sitiando sus muros, matando a sus vecinos y arrasando sus casas. En la Alcazaba, dentro del arrabal, un polvorín de munición y explosivos fue alcanzado por el rayo durante una tormenta. Un incendio amenazaba con hacerlo volar todo. La gente rezó a la Virgen y a los santos. Los que estuvieran ese día de guardia. Y cuando todo parecía que iba a estallar de una vez por todas, aparecieron dos chavales que, con denuedo y gran serenidad, se pusieron a trabajar extinguiendo las llamas hasta conseguirlo. Después desaparecieron. Estaba claro que habían sido ellos: Marcos y Marceliano.
Lástima que su decisión de protegernos durase poco. Siete años después, en plena Guerra de Sucesión, Badajoz fue primero usada como moneda de cambio entre los contendientes: borbónicos y austracistas, en un intento de acuerdo. Luego, fracasado éste, sería sitiada y tomada -un asedio más de los tantos que padeció esta ciudad- por ingleses y holandeses, en una de las campañas que se sucedieron entre uno y otro bando. Ese mismo año -1705- volvería a ser asediada de nuevo -¡otra vez más!- y tomada por españoles y portugueses. Cien años después vendrían otros cuatro asedios en la guerra contra Napoleón. Y aun otro más, en 1936.

(Sí amigos: la Guerra de Sucesión no fue orquestada por Franco para bombardear Barcelona. Fue una lucha entre dinastías extranjeras -Francia, Alemania-  para hacerse con la corona española. Y con el apoyo o la oposición, según el caso, de las demás potencias interesadas en el tute -Inglaterra, Portugal, Holanda-...Y que no dudaron en enfangar el suelo con la sangre de muchos muertos. Muertos extremeños, castellanos, gallegos, catalanes......)

"-Badajoz, una vez más-"   Pensaba, ya cerveza en mano, mirando a los cuervos que graznaban entre las campanas. Extremadura. Cuánto dolor callado.

Publicado en febrero de 2014

No hay revolución


Quizá me equivoque, pero creo que no. No la hay.
Están ganando.
Los señores del mundo van segando la hierba. Bajo nuestros pies.
Miras hacia arriba y descubres aterrado que quien te podría proteger
no trabaja ya para ti, sino para ellos también.
La indecencia es una mancha de jugo de muerto.
Dejaron de ser ejemplares.
Dejaron de ser brillantes.
Dijeron que bastaba con ser inocentes.
Luego, que sobraba con no ser probada su culpabilidad.
Ahora, culpables como Judas, ya no les apetece pretextar nada más.
Te mienten y tú lo sabes. Y ellos saben que tú lo sabes.
Pero no hay más revolución.
La revolución ha muerto.
La mataron en una playa, tiroteada con gases y balas de goma.
La ha matado un concejal, que se vendió
por una mansión o por un coche, horteras a más no poder.
La ha matado el rey que caza elefantes y agasaja a sus putas con mi dinero.
El periodista, que enterró su oficio de contar verdades.
El policía, que golpea a su pueblo. Y el juez que prevarica.

Y la televisión, que echa fútbol y programas de vividores.
Van cayendo las últimas barricadas y ya todo está casi perdido.
Van a ganar y se están quedando con todo.
Ahora nadie roba. Ahora se saquea.
Ya no se conforman con chupar sangre del cuello del toro.
Ahora lo destripan y lo venden a cuartos. Hienas de sus despojos.
A la revolución también la mato yo. Con cada café, con cada bostezo,
con cada día perdido.
Caen las barricadas y no quedan líneas de defensa.
Acaso la tuya o la mía. Asustados de ver desaparecer a tantos.
No mires a quienes debaten afirmando ser portadores de la solución.
Ellos no son la solución: ellos son también el problema.
La niña de Disney lame lujuriosa  una polla de hierro
con la que quebrarán el cráneo de otro disidente.
En la televisión, una serie americana te dice que todas las casas son grandes
y delante tienen un trozo de césped bajo el que se oculta otra fosa común.
Insatisfechos de tus impuestos, se quedan también con tus ahorros.
Matan de hambre y de desesperación. Condenan a no tener vida ni futuro.
Caen las barricadas y no sabes a quién recurrir. Nadie te echará una mano.
Eres, debes saberlo, un francotirador aislado.
De izquierdas o de derechas. Creyente o no.
Tu líder habla de patrias mientras transfiere fondos al extranjero.
Tu sacerdote habla de moral mientras se frota contra un menor.
Y tú lo sabes. Y ellos saben que tú lo sabes.
Busca y atesora tu tiempo de pensar y de estar solo.
Resiste, amigo, y sigue observando y recapacitando.
No seas sólo crítico con los otros, sino también con los tuyos
y contigo mismo.
Lee. Por el amor de Dios, lee más.
Lanzarán octavillas sobre tu campanario para decirte que la guerra acabó.
Es también mentira, no te rindas. Defiende tu posición.
Estás solo. No dejes de disparar.
Hazme ese favor.
No caigas tú también.

Paco

Antonio, vendedor ambulante, era también guitarrista flamenco. De los que tocan por detrás. Creía que era bueno para sacar adelante a su familia numerosa enseñar también a sus hijos, y así estaba, explicando acordes y rasgueos a uno de ellos, Antoñito. Pero la cosa no iba bien. No avanzaba y le costaba.
Otro hijo, el  más chico, que miraba el cuadro y no perdía puntá, al final se descolgó con un "-¡Pero si es mu fási...-"
El hombre, ya algo irritado, le pasó la guitarra al chavea. Toma anda, a ver si es verdad lo fácil que es.
La guitarra, en manos del crío, empezó a cantar....
Años después, el mundo de la guitarra, el mundo entero, conocía y veneraba a Paco de Lucía.
El mundo entero -porque antes de él la guitarra flamenca ni el Flamenco eran lo que hoy son-  supo qué es la guitarra española. La flamenca. La guitarra que llora y embruja.
Todos escuchamos a Paco con la boca abierta. También los demás guitarristas. No sólo los flamencos, de quienes él fue un padre o quizá un dios.
Metheny, McLaughin, DiMeola y muchos otros. Los que tocaron junto a él y los que no. Para todos fue una figura "gigantesca, titánica...".
Knopfler o Clapton coincidían al oírlo: "-No sabemos tocar la guitarra...-"
Aún recuerdo -hace años- a dos buenos guitarristas discutiendo mientras oían un vinilo que sonaba sobre el plato. No se ponían de acuerdo sobre si aquella música era de una o de dos guitarras.
Era una. Pero era Paco.
Cuando vuelva a Madrid, a Algeciras o a La Unión, cuando vuelva a cualquier tablao, a cualquier peña,  a cualquier concierto, me daré cuenta de lo grande que es el lugar que hoy ha quedado vacío.
Hace seis meses estuvo aquí. Fue la última. Haz lo que quieres, si puedes. Yo quería ir a verlo, pero no lo hice. Por una vez no fui fiel a ese principio mío. El de ser feliz, un poquito, si es posible. Ya es tarde.

Volveré a la Unión


En la Calle Canales estaba el cuchillero. Yo le había comprado una brocha de caballo. Era una brocha de crin azabache. Una brocha barata. Nunca comprendí por qué se venden brochas con cerda de nylon, si las hay de caballo, que son mejores y más económicas. O quizá son económicas porque nadie las compra ni sabe qué son, ni si existen. Aquella brocha la regalé a mi padre. Tuve otra y la regalé también. Necesito una brocha de caballo. Tengo trece brochas más, de tejón y de cerda vegetal. Pero no tengo brocha de caballo.
Tres décadas después volví a buscar al cuchillero, pero no estaba. Sólo había un kebab con un indio que lascaba una gran bola de carne. El indio del kebab no vendía brochas, sino carne con salsa agria de yogur. El indio del kebab tampoco cantaba fandangos, ni sabía que en esa misma calle había vivido Rojo el Alpargatero. Cuando volví a buscar al cuchillero, ya sabía que no lo iba a encontrar. Nunca se encuentra lo que se ha dejado atrás durante tanto tiempo. Por eso es tan importante disfrutarlo cuando lo tienes, en el momento. Aunque sea un fandango o una brocha de crin.
Rojo, el Alpargatero, cantaba fandangos y también los escuchaba y los aprendía. El fandango que arranca y para, para repetir un verso. El fandango, que requiebra y sale. A veces airoso y a veces burlón. A veces irreverente y rebelde. Muchas veces triste, cantando con gallardía el dolor del trabajo o de la pena.
Voy a La Unión. La carretera arde bajo las suelas. Desde el monte, se adivina Portman y se huele la vieja Carthago. El aire sabe a hierro y a salitre. Me sabe a calor. El lebeche sube la ladera y arroja fuego a la bahía, que yo imagino guardada por galeras y por las baterías de Ceniza. Cuando llego al mercado, los apoderados beben y hablan alto. Yo sólo quiero cerveza y un tomate. Y rellenar la bota de cabra con tinto de Jumilla. En la fachada del mercado han colgado un estandarte con un retrato del Alpargatero, el Rojo. El fandango, que aquí se mezcló con mineral, se hizo cante del minero. El fandango, que ya estaba en todas partes pero no era flamenco, esperaba que alguien lo cantara de nuevo, con cadencia andaluza, con compás y con guitarra. La taranta y la minera salieron de aquí como sale el hierro y el plomo de cada galería. El fandango está preso en Madrid, en Sevilla o en Granada, en tablaos para turistas. Convertido en un despacho de salero comercial, que suministran cada noche falsos gitanos con blusas de lunares. Pero el fandango -el flamenco todo- , el del Alpargatero, el de Mairena y el de Toronjo, como ahora el de El Cabrero, no estuvo siempre para fiestas, ni fue siempre miel para los oídos de este o del otro régimen. Bien lo notaron cuando Morente lo cantó, horas después de morir Carrero:  "-Pa ese coche funeral / yo no me quiero quitar el sombrero. / Pa ese coche funeral / que la persona que va dentro / me ha hecho a mí de pasar / los más terribles tormentos..."
No me llevo nada de La Unión. Así sé que volveré. Sé que, por tercera vez, no coincidiré con Paco de Lucía: las dos veces anteriores tuve poca suerte, para la tercera ya será imposible. Pero volveré. Me voy de madrugada, ahora con brisa de levante. Con la cabeza llena de rasgueos, tacones y melismas. Volveré por ver si se abrió de nuevo la vieja cuchillería y encuentro esa brocha, con pelo de crin y mango de olivo. Para llenar de nuevo la bota y colgarla de la mochila, aunque me miren pensando que soy un lunático o un borracho. Qué más me da. Para ver si consigo divisar las galeras....Para ver si tengo la suerte de que alguien me diga que no: que es mentira que Paco se haya ido, ¡si esta misma noche va a tocar!.... 

El Greco


Sesenta mil personas marchan a Madrid para pedir pan, techo y trabajo. No estoy orgulloso: en lugar de ir también, me fui a Toledo para ver la del Greco y comer carcamusa.
-Hizo usted muy bien. Ahora mismo hablan de carreras y cargas entre antidisturbios y manifestantes.
-Ya, pero creo que debería haber estado allí. Corriendo también.
-¿Es que es usted un radical violento?
-No. ¿Por? ¿tengo cara de policía de permiso?....

El cristo sufriente del Expolio sufre con paciencia el mal trago. Los guardias romanos lo maniatan y se quedan con sus ropas. Pero no se sabe para qué: para un oficial romano, una túnica color geranio brillante es muy poco ponible.
-El cuadrito es una verdadera maravilla.
-Sí que lo es.
Lo creo, pero sospecho que el modelo de expoliado que no protesta ni dice ni pío aunque lo maten es recurrente y deseado para según qué ralea en este país.

El señor del tiempo dijo que llovería, pero hace un sol imponente y en la cola, una hora a lo largo de un muro de granito reverberante, nos tapamos de él con gorros de agua impermeables que nos cuecen los sesos. Una hora de cola da para muchas conversaciones.

-Dicen que se muere Suárez.
-Sí, lástima. Era un buen hombre, creo. Y un estadista.
-Un trepa, es lo que era. Un franquista reconvertido en demócrata.
-Hombre, pero gracias a él...
-Nada de nada. ¡Un chaquetero! Y un oportunista.
-Pero es mejor ser falangista y convertirse en demócrata que nacer de izquierdas y convertirse en consejero de una petrolera.
-Eso no viene a cuento.
-No señor....

La Adoración de los Magos es un cuadro inmenso y deslumbrante. Una verdadera joya. Como muchos otros, un prodigio de color. El Greco nos da una lección impresionante de Pintura, de la de verdad. Una vida pintando. Color, luz, detalles. Y retratos: maravillosos retratos.

-La Pintura, ya lo dijo Michelangelo, es triste y desgraciada, igual que las demás Artes. Inferiores por naturaleza a la Escultura. Michelangelo amaba al mármol. Es muy difícil pintar ¿sabe usted? un culo, una teta o una polla y sus huevos, en toda su tersura y su volumen. Esculpir, en cambio, es otra cosa. Se puede tocar. Pero pintar un culo o unas tetas, amigo.... es cosa complicada.
-Ya, pero pruebe usted a esculpir una puesta de sol.
-Oiga, cuando yo hable en plan magistral, usted mejor se calla...
-Sí señor.

El Caballero con la mano en el pecho, o como se llame, es un retrato mágico y casi perfecto. Pero multitud de guías y visitantes coincidían a coro en que, tras su limpieza y aclarado de colores y fondo, había perdido parte de su misterio. No gusta igual, decían, proclamando así a los cuatro vientos su idiotez. El Caballero es un retrato bueno de verdad. No por la negrura que tuviera, ni por su misterio, si lo hubo. Es bueno por lo bueno que es.

Sobre nosotros, el Alcázar guarda al nuevo Museo del Ejército, que tiene salas interesantes, pero que en otras es necesario retirar la caspa con pala quitanieves. En todo caso, nada que ver con el rico Museo Naval de Madrid. El Alcázar, ya lo sabemos, fue bombardeado. Los bombardeos son como los alumnos de secundaria: unos son más populares que otros. Y algunos, sencillamente son olvidados y sólo sirven de burla y desprecio para esa chica deseada que se llama Historia. Esa que, aunque se hace la estrecha, en realidad es una putilla que siempre termina, con la almeja humedecida, junto al vencedor: el más salvaje y despiadado de la clase. Que se joda.

-Pues no hubieran ustedes perdido la guerra....
-Tiene usted mucha razón. Y que no tengamos partido de vuelta.

Todo el Greco está hasta junio en Toledo. Paquete Básico Greco. Paquete Greco Exclusive.  Paquete Greco-Toledo. Sólo falta el Greco con elevalunas, llantas de aleación y climatizador. Merece la pena, aunque parece que hayan contratado para su venta al director de marketing de SEAT.

Toledo, como la casa de Norman Bates, no da miedo sin nubarrones negros. De hecho, son como otra cosa con el cielo azul límpido. Pero la pintura de el Greco, sí. No son sólo nubes negras. Es un color vertiginoso. Una luz incisiva y a la vez envolvente. Gasas, rasos, metales, broches y maderas. Y retratos. Una colección abrumadora de retratos. Una lección de Pintura maravillosa e impagable.

-Hoy se decide la liga. Madrid o Barça...
-Cuidadín con el Atleti del Cholo...
-¿Le dije antes que me cae usted fatal?
-No señor.

La Pintura, la triste Pintura... La que enloqueció a unos y mató de hambre a tantos. La obsesión. Lo inabarcable. La Pintura, oficio. La Pintura, pasión. Ambición, frustración, ansiedad. La inmensa luz. Y la oscuridad, sí. Porque para la Pintura "nunca faltará qué ver, pues hasta en la mediocre oscuridad ve y goza. Y en ella encuentra motivos para imitar...."


Un lector


Maldito sea el puñetro libro ese: La Celestina. Y El Quijote. Y todos los de este curso... Peñazo auténtico.
Sí. La obligatorierad predispone al incumplimiento. La ley, a la rebeldía. Casi podría ser una traición a uno mismo que la lectura de alguno de los libros evaluables te gustase. Esto es así. Cierta profesora de inglés procuraba enriquecer el vocabulario de sus alumnos pinchando discos de Lennon o The Who.
-Son un puto coñazo...  -¡Pero si son la hostia de buenos!    -Ya, pero....
Mucho tiempo antes, algún maestro de básica, bueno y competente, nos invitaba a mejorar la letra y la ortografía copiando al dictado fragmentos del Viaje a la Alcarria, o estrofas del Romancero Gitano, o de El Jardinero...
-Veo que a ti te ha gustado. Llévate el libro...  -Sí.
El libro. Aquellas viejas ediciones de Austral, que se veían gastadas sólo por las páginas usadas en clase.
-El coronel no tiene quien le escriba, a ver qué tal....
...
-¿Cómo ha ido?
-Sentí calor y dolor de cabeza. Pero luego empecé Cien años de Soledad.
....
-El viaje a la Alcarria, toma.
...
-¿Y?
-Dan ganas de viajar solo, andando por los caminos. Comprando miel y buscando albercas.
 También lo acabé. Estoy con La Colmena.
...
-¿Quieres leer entero el de Tagore?
-Pues sí.
...
-¿Qué te ha parecido este?
-Dan ganas de vivir en el campo. Y de escribir con frases cortas y muchos puntos y seguidos.
....

-El Quijote. Creo que tú vas a ser alguien que lo lea entero.
...
-¿Ya lo leíste?
-Aun no.
-¿Ya lo acabaste?
-Ahora sí. Pero creo que no lo devolveré al colegio....
....
-No importa. Creo que estás perdido: tú vas a ser lector. Eres ya un lector.

Suspiros de España (y Portugal) o La Jornada de Reflexión


Recuerdo de nuevo aquella conversación con el gran Juan Luis Galiardo. Eran los años noventa, y  estaba presentando su nueva película, Suspiros de España y Portugal. Hablamos de Extremadura, de España, de Portugal, de Europa. También un poco acerca de las mujeres y de la vida.
-Manolo, estoy contento con la película. Porque es que es eso. Somos eso.
-¿Qué es lo que somos?
-Bueno, lo que no somos. Nos venden Europa. Y nosotros no somos eso. Nosotros somos otra cosa.

No. Nosotros no somos eso. Y reconozco que durante un tiempo yo quise creer que sí lo éramos. O lo podíamos llegar a ser. Mozancones que sacan su traje del baúl y se lo ponen alisándolo con las manos. Albergando la esperanza de no llamar la atención cuando se sienten entre el resto de invitados. Pero viniendo a asumir su verdadera condición al comprobar que lo hacen, pero en los últimos asientos, apartados, lejanos. Cuando no de pie, o acaso sirviendo y recogiendo la mesa en donde comen otros.
No somos funcionarios de una cancillería alemana. Ni brokers de Societé Generale, ni traders de Frankfurt. No trabajamos en una empresa con guardería y seguro de familia. No hacemos pretzels, sino roscos de viento. Ni gofres, sino pestiños. No apuramos el almuerzo sobre un táper, pinchando con un tenedor de plástico a lo largo de un andén de metro.
Nosotros no somos eso. España (y Portugal) no somos nada de eso.
Portugal y España (sí, pero ¿qué España? ¿el monte y la meseta? ¿la costa y el interior? ¿o acaso algunas Españas también son otra cosa?) somos lo que tú dijiste, Juan Luis. Somos un par de maletillas, con más miedo que vergüenza. Dos pobres e incultos frailes, recién secularizados y desheredados sin saberlo. Dos vagabundos que deambulan por una tierra que otros poseen y aprovechan, pero que les pertenece, aunque no lo sepan ni puedan reivindicarla. Dos desarraigados. Dos tristes, infelices destinos, que sólo escuchan el rugido de sus tripas. Dos inocentes, que apenas prueban una brizna de felicidad cuando tienen que volver a salir corriendo. Bobos y buenos. Con ganas de pan y de sexo. No porque sean glotones y lascivos, sino porque nunca les permitieron ni comer ni follar.
Eso somos. O quizá un pescadero desconfiado, o un abad oscuro, o un guardia civil, o un porquero, o un soldado, o una puta de cuatro duros. Un alcalde zoquete, un ministro corrupto. Un cura y un terrateniente. El campo. Y el camino.
Porque vamos en bicicleta en la que hay aperos de trabajar, la mirada dura y los ojos muertos de sueño. Una bici sin cesta de flores, ni timbrecito.
En Europa, Juan Luis, tú lo sabías hace tantos años, nos esperan en el ruedo. Plantados en sus asientos de sombra. Con sus sombreros y sus puros. Esperando a que saltemos a la arena. Para reírse cuando nos vean correr. Porque nos pondremos, siempre lo hacemos, delante del toro. No por arte, sino por hambre.  
Quizá, Juan Luis, pienses que Europa nos conoce ya. Y que acaso debería cuidarse por ello. 
Que el hambre de los forcados es el mismo hambre que el de los Tercios.
El que hizo al porquero degollar guarros. Y de paso, también al capataz y al dueño. 

De repente, el silencio


Sí: estuve en un banquete de bodas anoche. En el Castillo de las Seguras, seguro que lo conocéis. Es una casa castillo cerca de Cáceres, puede verse desde la carretera. Es uno de esos lugares que parece como de cuento, que es un gozo para los que lo ven, pero que, inevitablemente, hace ensoñar a uno cómo será vivir allí. No estar de visita, junto con otras doscientas personas, sino vivir en él, tenerlo como hogar.
De este tipo de celebraciones, ya se sabe: todo es fantástico. Comida y bebida muy finamente presentada y servida. Conversaciones y chistes. Personas a las que hace mucho que no ves. Fotografías. Copas. Pero invariablemente me suele suceder algo: llegado un momento, un par de horas después de navegar en ese ambiente, necesito salir. El ruído, sin ser atronador, resulta excesivo por lo constante. Me cansa estar de pie o sentado. Sonreir, responder, asentir o lo que sea me fatiga. Y necesito encontrarme de nuevo. Conmigo mismo.
Para eso, el castillo cuenta con unos patios deliciosos. Asientos de piedra o de hierro en rincones rodeados de plantas y flores. Con iluminaciones tranquilas y relajantes. Había dado unos pasos hacia afuera para buscarlos y el espíritu se aquietó casi de inmediato. El sonido de las voces y los cubiertos se había amortiguado casi totalmente. Unas cuantas personas habían sentido mi misma necesidad y descansaban en estos cenadores mirando a las estrellas. Se estaba bien. Siempre creo que es agradable -y hasta necesario- escuchar los propios pasos cuando se camina. El rechinar del polvo sobre los lascones de pizarra, o el crujir tierno de la hierba recién regada. Malo es es lugar en donde andas y no oyes tus pasos.
Pero es aún mejor encontrarte allí en donde puedes escuchar también tus propios pensamientos. No lo dudé. Recorrí unos metros más por la corta galería hasta la salida. Crucé el arco almenado y me hallé en el exterior, mirando al campo de madrugada.
Sorprende notar que el sonido no se marcha tan rápido como dicen. Perdura unos minutos en nuestra cabeza. Pero si se sabe esperar, se va. El aire, que uno puede creer más frío, en realidad es un aire nuevo. El de esa noche, era el aire que venía desde la llanura, sorteando encinas coronadas por las cigüeñas. Y traía olor a jara, a olivilla y a corcho recién sacado.
Y el silencio... de repente, por fin, percibí el silencio. Pero también me sorprendió. Porque la noche -siempre lo dije, y  aquí lo escribí alguna vez- tiene sus propias criaturas. Es un mundo distinto al que solemos habitar. Y bien distinto del que yo acababa de escapar. La noche tiene su olor, sus propias deidades, su propia techumbre: la del firmamento, que durante el día está oculto aunque esté ahí, diciendo bien claro que las horas de luz no merecen esa bóveda moteada en blanco de zinc por un artista inalcanzable.
La noche, sí, tiene sus propias criaturas, que nos son tan extrañas como si fueran de otro planeta. O son las mismas, pero son distintas. Lo sabéis: un gato de día puede dormitar todo el día en un cesto. Por la noche, se convierte en un ser mitológico que campa por donde no sabemos, y que emite sonidos impropios y espeluznantes. No reconocemos a nuestro gato cuando lo escuchamos maullar sobre el tejado, tan inquietante es.
Esta vez también fue así. En cuanto mis tímpanos dejaron de resonar con sonidos tan paganos, la noche me fue regalando los suyos propios. El silencio de la noche. El sonido de la noche. O el sonido del silencio.
Yo me escuchaba pensar. Oía casi el crecimiento de la hierba. Pero el sonido de fondo era una verdadera coral. El silbo del cárabo, que tantas veces imité de niño juntando mis manos y soplando entre ellas. El rumor del viento, que a ráfagas impactaba en los canchales y agitaba un arbusto. El siseo de la lechuza: ese siseo lejano que te eriza el pelo y que recuerda al de una serpiente que tuviéramos en los mismos tobillos.  Y el chillido corto y apresurado de algún roedor, quizá asustado y a la carrera, tras notar la presencia del búho real.
Estaba así, disfrutando digamos, con los ojos cerrados y quizá con cierta sonrisa, de la noche, cuando al coro de sonidos y voces se sumó otro. Como el redoble in crescendo de un timbal, me llegó una voz. Como el redoble intensificado, llegó otra. Primero desde el frente, bajando desde la Sierra de San Pedro. Rebotando en cada globo de granito. Después, la respuesta, desde mi espalda, como bajando con el agua del Salor. Y otra vez. Y otra respuesta. La primera me asustó. Después comprendí.
-"Son ellos" -     Aún estamos en agosto, pero sí: son ellos. De entre las criaturas nocturnas, una había venido a reclamar su espacio en el coro de fábula y fantasmas. Dos príncipes se comunicaban
separados por decenas de kilómetros. Yo estaba en el medio. Dos tubas tronaban y dialogaban desde la resonancia de sus pechos en tensión.
-"Son ellos. Ya berrean los machos. Los de dentro se lo están perdiendo..."

Mi mala educación


(foto: La Crónica de Badajoz.  El patio y la muralla)

            Edito: El colegio ha sido derribado hace pocos días, en enero de 2019


Muchos, sobre todo los de la edad de mis hijos, o aún más, no lo pueden entender. Pero es fácil, puedo asegurarlo. La mala educación. Eso es.
Hemos crecido en lugares en donde un animal era una cosa, o menos. En donde los hombres trabajaban fuera, y las mujeres cuidaban de la casa y los hijos. Cualquier variación sobre el esquema básico conocido de familia normalizada era objeto de chismes, cuando no de descalificación.
Por poco, pero aún canté el cara al sol antes de empezar las clases. Y por muchos años, el avemaría. Y el avemaríapurísima para pedir permiso al entrar en un lugar. Besar el anillo del obispo, cuando giraba visita. Recitábamos de memoria, curso a curso, pues el currículum educativo, si es que lo había, no cambiaba de uno para otro, datos, fechas y nombres inservibles. Además, con nula profundización, y con aún menos crítica. Por ejemplo, era de precepto saber que España era la primera productora mundial de aceite de oliva. Año tras año. Y tercera del mundo en producción de vino. Pero cuidado: aún te podía caer un suspenso si no te apresurabas a escribir "tercera en cantidad, que no en calidad. En calidad los primeros también, por encima de los franceses". Durante años se nos cansó con la absurda información de que en San Lúcar -¿qué es San Lúcar?-  se producía "mucha manzanilla". Y todos imaginábamos a un pueblo rodeado de margaritas aromáticas. Así es: mis profesores habían leído eso en alguna enciclopedia desfasada y, por supuesto, no habían actualizado ni corroborado dato alguno.... Y ni si quiera se habían preocupado de saber que, efectivamente, el asunto no iba de producción mundial de infusiones, sino de un vino que se llama así. Y que, fresquito, es de vicio. Ellos, los pobres, probablemente murieron sin haberlo conocido.
Años de ser cristianos por la gracia de Dios. Años de repetir que Franco "nos trajo la paz". De ver peñas de vecinos, todos hombres, cargar con la bota camino de la plaza de toros, por San Juan.
La lectura obligatoria, ay la lectura, que en eso no hemos cambiado... iba de Pardo Bazán a Pemán, pasando por Cervantes, Galdós o Unamuno. Que yo no me quejo. Pero que consiguió espantar a todos cuantos no tuvieron, como humildemente creo que me pasó a mi, suficiente paciencia y fueron exlectores ya para siempre después. Los resistentes descubrimos poco a poco, sin ayudas, o incluso con cierta persecución, a Twain, Salgari, Stevenson o Verne.
Empezamos las clases de inglés en séptimo de egebé. Demasiado tarde. Y demasiado poco, una clase o dos a la semana. No teníamos pista de deportes, gimnasio, aparatos ni ganas de ningún profesor de enseñarnos nada sobre el tema. Algunos, también en plan heroico, fundamos nuestros propios equipos de baloncesto, fútbol o lo que fuera. Saltábamos las tapias de los colegios maristas o salesianos. En Badajoz no había absolutamente ninguna otra canasta disponible. El hermano Paco, a veces, corría tras nosotros como si estuviéramos poniendo fuego al colegio, y no jugando a la pelota. Entrenábamos. Y llegamos a enfrentarnos en ligas contra los chicos de esos colegios. Ellos, naturalmente, acompañados en los partidos por sus padres, entrenadores y compañeros. Nosotros, solos. Sin complejos, pero dándonos cuenta de que veníamos de otro mundo: éramos de otra clase. Lo mismo pasó con el cine, el ajedrez, la historia, o cualquier otra inquietud que pudiéramos ver nacer en nuestras pequeñas almas. A nadie importaba.
O peor aún: importaban para mal. Yo dibujé y pinté desde niño. Pero en bachillerato, mi querido profesor de dibujo artístico-aún te recuerdo, envidioso hijo de puta-, que debía limitarse a enseñarnos cuatro cosas de perspectiva, decidió que yo no debería haber tenido un maletín de acuarelas, viejo y mil veces usado, sino una cajita de guaches de plástico recién comprada en Paule, como mis compañeros. Cuando tocó el tema de dibujar con puntitos de tinta, consideró que yo debía haber realizado un cubo o una esfera, como los demás, aunque la temática fuera libre. Y no una versión del Inocencio X de Velázquez. Fui el único de la clase que tuvo que examinarse en septiembre.
Todo era terriblemente absurdo. Recuerdo que escribíamos en folios. El tamaño A4 aún no se había impuesto. Pero para hacer los exámenes, era obligatorio ir a la papelería y comprar ex profeso uno o dos pliegos, o sea el papel con el doble de tamaño del folio. En clase, siempre se repetía el rito: como éramos pequeños y temíamos romperlos, nos poníamos en fila para que el profesor... ¡los doblara y los partiera en dos, para dejarlos en el mismo puñetero tamaño folio y poder usarlos!...
Las bibliotecas eran pobres, o no había. O estaban cerradas. En la pública, por supuesto internet no existía aún, había que leer con desmesura para extraer información de un asunto. Y tomar apuntes. Las fotocopias eran privativas, a diez pesetas la unidad.
Padecimos las sabidas manipulaciones destinadas a los niños de la época. Lo buen patriota que fue Jose Antonio. O lo malos que eran los rojos, menos mal que les ganamos. Y que había que ser del Bilbao, que para eso sus futbolistas eran todos españoles. Luego nos querrían convencer de que los odiáramos, porque todos eran de la ETA. Y a alguno nos quedó, aunque fuera por llevar la contraria, esa simpatía por el Athletic. El Athletic de Iríbar, Lasa, Villar, Rojo o Dani...
Sabíamos los nombres de los reyes godos, las capitales de estados que igual ya no existían y mil tontadas más. De la Historia, habíamos memorizado hazañas de verosimilitud más que dudosa de Cortés, Pizarro o el Cid. Pero luego salíamos al patio... El patio de mi colegio está, aún hoy, adosado a la muralla defensiva de Badajoz, bajo el baluarte de San Roque. La muralla del siglo XVII. La muralla sitiada y asaltada en 1811 por el mariscal Soult. Y por Lord Wellington en 1812.  El baluarte que, aún entonces, albergaba en su interior la vieja plaza de toros que fue escenario de los horrores en 1936.... Nada. No sabíamos, porque nadie nos lo dijo en tantos años de escolarización, qué era aquella pared. Ni quién fue Ibn Marwan. Ni Meléndez Valdés. Ni Muñoz Torrero. Ni Luis de Morales. Ni nadie.
De sexo, comprenderéis que ni hable.
Y así eran. Los que nos educaban y los que gobernaban este santo país. Aquella caterva de indocumentados con cabeza cuadrada y vacía. Aquella banda de paletos o de malintencionados, con menos mundo visto que el visillo de un confesionario. Aquella orquestina de cráneos engominados y moral hipócrita. La de los niños y niñas por separado. Ellos, que aprendan electricidad, ellas, sus labores. Esa España que olía a rancio a mil kilómetros. Pacata, inculta, ruín, sotanera y meapilas. La de las flores a María y el acto de contricción. Dime si has pecado y dónde te tocaste y cuántas veces. Que ahora, cuando te vayas, me tocaré yo. Esa España que muchos ahora añoran, por lo visto. Los de siempre, porque les convenía. Los demás, por imbéciles y porque no saben lo que es eso, ni lo que les puede caer encima, aunque ya bastante nos está cayendo.
Publicado en septiembre de 2013