lunes, 5 de junio de 2023

Federico, los fascistas y la luna rota

        Mientras comíamos, hoy el telediario nos ha recordado que hace ciento veinticinco años nació Federico. Creo que ponían voz de nana al referirse a él. Hablando desde un plató en donde seguramente serían bien recibidos como tertulianos sus propios delatores y verdugos.

    Yo no pensaba escribir sobre esto, ni nada. Pero la noticia me ha traído recuerdos relativos que bien podrían conformar una especie de secuela de lo escrito en el post anterior.  Así es: me encontraba a mil kilómetros de mi novia y de mi casa. Además no me esperaba ningún destino apañado para emular a Don Álvaro de Bazán, ni al almirante Churruca. Como leía bien en voz alta y sabía escribir con pluma, se decidió que serviría a la patria en una iglesia castrense, declamando salmos y rellenando partidas de bautismo o de defunción. Un lugar en donde se practicaba un nacional-catolicismo que había de acarrearme algún que otro disgusto.

        Aquel verano en el que tantas cosas me sucedían con cierto atropello, también era el del quincuagésimo aniversario de la muerte del poeta. Y se lanzó, como homenaje, el elepé que ahora mismo está sonando en mi giradiscos. Era mi primer permiso y pedí un pico prestado para comprarlo, porque no me llegaba tras sacar el billete de la Renfe. Un compañero, de quien felizmente olvidé su cara y su nombre, quiso saber qué artista cantaba en él. Al saberlo, entornó los ojos y empezó a hablarme con displicencia. Él, que también era de Granada y sólo por eso se consideraba una autoridad en el asunto, comenzó a explicarme casi con cariño que Federico estaba bien matado. No por maricón, sino por señorito y por listo. Yo tenía diecinueve años y aún creía que ante el fascismo cabe algún tipo de razonamiento o de esperanza de recapacitación. Fue muy duro comprender que no. La sinrazón, la ceguera terca, el cinismo cruel, insensible al sufrimiento o a la muerte de un semejante. Cosas tan gruesas y tan desacostumbradas para mi, que mi frente se nubló y zanjé la discusión, que a esas alturas sólo era una maraña de gritos, soltando un fuerte puñetazo en la mesa, sobre la que se rompió su tapa de  cristal.

        Por un momento disfruté, como un verdadero imbécil, de la gran estrella que habían dibujado los bordes cortantes del vidrio roto. La imagen me pareció absurdamente lorquiana: una Luna rota, unos clavelitos de gotas de sangre...  Pero me pudo la rabia y la tristeza de comprender, tan pronto, que en aquella batalla yo había perdido.

          No podremos ganar al fascismo. Los fascistas, por acción o por omisión, son más y son más fuertes. Tienen el apoyo del dinero y del poder, a quienes beneficia que existan y que  proliferen. Y les fortalece aún más la obstinación del lerdo, de quien es impermeable a la reflexión, a la empatía, al enriquecimiento personal sembrado sobre la descomposición de nuestras propias certezas al exponerlas a vivencias diversas, costumbres diversas, ideas diversas... Ser fanático es fácil: sólo hay que dejarse llevar. No hacer nada más. Construir otra personalidad sí es costoso y a veces duro, porque es a uno mismo a quien hay que limar, para quitar dureza y astillas. No: ante ellos no tenemos opción alguna. Vamos a ser derrotados siempre. Así lo entendí aquel día, hace ya tantos años.

            Esa y otras experiencias son muy deprimentes. Pero sobre esas situaciones se construye también la propia casa: el lugar en donde uno levanta su techo y su trinchera. Eso lo pude entender también entonces. Habían pasado las navidades y en una nochevieja especialmente amarga y solitaria, con una lucidez brillante (pero muy breve, creedme) que sólo da el whisky barato, comprendí que la seguridad de no poder vencer no debe hacernos bajar la cabeza. Ni perder el honor y el gozo. La alegría de no ser igual a ellos: Resistir, coño. Aun faltaban un par de horas para que amaneciera el año nuevo. Bajé del camarote y entré en el templo a oscuras. Tras el altar, junto a un viejo pickup estaba el disco de las canciones beatas y otro con grabaciones de sonidos de campanas. Puse en ON la palanqueta, abrí la salida de los micros a exterior, subí todo el volumen y bajé la aguja sobre la pista que os dejo aquí.  

        



lunes, 9 de enero de 2023

SERRAT: EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO QUE SE ACABA



    El cacharro hacía girar una cinta con viejas canciones: Garfunkel se desgañitaba en el final del “Bridge”. Las tardes eran pesadas aquel verano. Estaba fracasando todo. The Mamas and the Papas volvían a la carga con su California Dream. Y Dylan y Denver. The Byrds, Supertramp, los Stones. Parecía un niño nacido en época y lugar equivocados. Ahora me recuerdo triste y ya harto de todo. Y no se esperaba la aparición de ningún duende −ni Puck, ni Titania, ni leches− que lo arreglara todo de golpe. O lo terminara de estropear.      

    Mis lecturas ya habían dado buena cuenta de Stevenson, Twain, Verne… y le daba a clásicos más adultos. Pero la poesía aún no había echado a andar. O quizá es que lo leído hasta entonces −algo de Neruda, Hernández o Lorca- lo había hecho a destiempo, sin sentido ni orientación: sin enterarme de lo que pasaba, como de tantas otras cosas en mi vida. Aquel año me estanqué del todo en el barro. Nada que hacer y ningún plan de futuro. Por decirlo de otra forma: un pobre payaso sentado en un claro de bosque. Sin papel en la comedia y sin texto que aprender. Comedia sin maldita gracia: escrita con pocas palabras de las cuales todas sobraban.

    Yo guardaba las cassettes en una caja de zapatos. Sólo unas pocas, con sus estuchitos de plástico rayado. Grabadas y copiadas unas de otras: Sony, Tdk, Maxell, de 60 o de 90. Con el nombre del álbum y del artista en el lomo y el de las canciones en la portada: todo escrito con letras de molde azul bic. Elvis, claro. Beatles Golden Hits, con dos remiendos de tesafilm en la cinta, que ya se rompía de tanto uso. Oldies de los 60, con Animals, The Who… Algo de clásica. También Raphael. Y, por favor: Camilo Sesto, el mejor solista melódico, con su Getsemaní muy superior al de Ted Neeley o al de Ian Gillan. Leño, creo recordar. Avanzando los ochenta llegarían los Clash, los ACDC y alguna más.  Serrat no estaba. El cantautor de las rimas tan extrañas, con aquel vibrato tan trabajoso en la voz, no me llamaba en absoluto la atención. No encontraban en mi ninguna resonancia sus letras, que cantaban a las cosas pequeñas, a lo entrañable del pueblo o del barrio, al amor, al mar, a la libertad. Al paso de los años. Porque yo no reparaba en todo eso. Aún faltaba mucho antes de saber nada de Sabina, Ibáñez o Guerrero… y antes de que me deslumbraran el Blues y el Flamenco.

    Ninguna ilusión, tan joven. Desnortado y sin puñetera idea de cuál sería el próximo paso a dar. Y, bueno: así son a veces las cosas. Me viste y te vi. No te busqué, ni me viniste a buscar. Y todo eso. Y en el mismo mes me llamó el amor y me llamó la gloriosa Armada Española. Y uno, que ante todo es un caballero, hizo lo que había que hacer. Primero, blasfemar un rato desde el colmillo derecho. Luego aguantar las burlas de los colegas. Y después cumplir. O empezar a cumplir aquello que, de repente, cobraba sentido y tomaba forma: un objetivo. Metas, cosas que hacer. Razones por las que trabajar y pelear.  Semanas después, ¡cuántas aventuras en tan pocos días! y ya con el pelo podado a dos milímetros, afronté otro desafío: había que ir en pareja a escuchar a Serrat en concierto… una noche de verano (de paciencia es nuestra prueba, Lisandro, tan propia del amor como el deseo o la ilusión).

    Entre arrumacos, en los tendidos de la plaza de toros que aún conservaban el calor del día que se había ido, fui escuchando, canción tras canción, aquellas mismas letras que ya conocía de la radio o la tele. Pero nada era igual. Verdaderamente el verano, o lo que fuera, parecía danzar con algún tipo de magia o de comedia. Aquel tipo con su guitarra no sólo me aludía. Estaba, punto por punto, explicándome.  Porque no hacía más que pensar en ella, cuyo nombre me sabía a hierba. Y comprendía que tenía que cerrar mi puerta y echarme a andar. Fui entendiendo el dolor altivo de Hernández y la melancolía de Machado. Y añoré los barquitos que también yo había botado en el arroyo, o el blanco de las paredes de mi calle.

    Ahora que Serrat se ha ido me pregunto quién explicará, para que lo entiendan, qué es lo que sienten sin saberlo aquellos que vengan. Quién les hará reparar en las cosas pequeñas. También me doy cuenta de que es un final junto con otros finales. Los de los que se van retirando y los de los que se van marchando del todo. De que vamos bajando la cuesta porque, poco a poco, irán cesando los ruidos y se acabará la fiesta. Es así. Pero es cierto también que la hemos gozado y lo seguimos haciendo. Con alguien pude crecer y aprender, construir casa, familia y vida. Y mezclar nuestros libros y nuestras cosas. Me llevó a ver al Serrat y la llevé a ver al viejo trío Taj Mahal. Quién sabe: igual aún no sea de noche, ni tiempo de hadas. No podemos saber cuántas funciones quedan por representar. Cuántos libros que leer o conciertos a los que acudir, una noche de fiesta. Pero pasa todo tan rápido como un sueño, así son los años. Como una visión asombrosa. Un sueño que ningún ingenio humano −ni siquiera el Joan Manuel− pudiera explicar. No habrá quien lo cuente. Quedará como un payaso quien se proponga decirlo. No hay ojo que oyera, ni oído que viera, ni mano que palpe, ni lengua que entienda, ni alma que relate el sueño que he tenido. El que he vivido.