Fotografía: Lavando en el Sacromonte |
—Si hubiera tenido dinero, hijo, habría ido
a la taberna de Enrique el Chaqueta y le habría pagado el precio de todas sus
botellas. Y eso para qué, papá. Pues para liarme a pedradas hasta no quedar
ninguna en las estanterías. La bebida es mala, es malo el vicio en un hombre.
El papa no tenía ambición en la vida, ni orgullo. Sólo quería traer hijos a
este mundo. Y así nos fue.
Hay dos leguas desde Fuente Vaqueros
hasta Atarfe. Dos horas caminando si eres un hombre. Pero es una noche de
miedo y de llanto, andando solo y con los pies hinchados, si eres sólo un niño.
Yo ya me vuelvo de Granada en coche. No quiero mirar a esos caminos. A los
secaderos de tabaco.
—Al papa lo buscaban para trabajar y para
hacer mandados. Y le pudo ir bien. Hasta tuvo dos casas en el pueblo, pero las
dos tuvo que malvender por su mala cabeza. No tenía luces, ni siquiera una
poca; menos que sus hermanos Manuel y Miguel el Arrallao.
Hasta desde el mismo ayuntamiento lo buscaban: José para esto, José para
aquello. Ya sabes cómo eran las cosas entonces. Tenías que ser trabajador y que
nadie te mirara mal. Pero claro, es que era muy difícil en esa época y en
aquellos pueblos de Granada. Si eras pobre y vestías mal, alguien te señalaba
con el dedo, venían a por ti una noche y ya desaparecías para siempre. Pero si
con tu trabajo ganabas para comprarte ropa y comida... cualquiera te podía tener
envidia, señalarte igual con el dedo y lo mismo. Era normal y nadie chistaba.
Desaparecías y nadie preguntaba.
José era bien mandado. José, esto. José,
aquello... José: a ti también te digo, que si alguien te estorba en el pueblo
nos lo dices. Mire usted: a mi no me estorba
nadie, me libre Dios. A José no le faltaba un duro. Pero José era así. Rumboso
para él y para cualquier extraño. Convidaba a cualquiera y a cualquiera daba de
balde las cosas que en su casa buena falta hacían. En la calle se gastaba
el dinero y el buen humor. Pero cuando llegaba a su casa, ya iba bebido y
sin perras en el bolsillo.
—¿Cómo habéis venido aquí, vosotros
tres? —Pues andando...
Y así había sido. Desde Fuente Vaqueros,
guiando una piarica de
cerdos. A quién se le ocurre. Al amo. Pues ahí lo tienes, que os dé lo que sea. —No. Mañana habrá otra cosa para vosotros dos. Pero Gonzalo que se vuelva a
casa. —Mire usted, que es chico y tiene miedo, cómo va a volverse. Dele usted un
duro para el tranvía, que algo lo acercará. —No, que no tengo dinero. Me costáis
mucho.
El papa bebía y llegaba a casa.
Bebía y gastaba lo que ganó. Bebía y le pegaba a la mama. La buena
Chacha Eduvigis, que no hacía más que criar y lavar trapos entre las manos. A la pobre mama le daba mala vida y encima,
después mismo, le hacía otro hijo más. La mama tenía tres hermanas: la Chacha
Angelilla, la Chacha Cristina y la Chacha Emilia. Las mujeres de anchas caderas y manos hinchadas de tanto lavar trapos. Con agua
fría. Con agua fría y jabón crudo, restregando las tablas del lavadero. —¡Qué
pena, hijo!
Cuando José bebía, derrochaba y
daba mala vida a su familia. Pero cuando
bebían Manuel y Miguel el Arrallao, no pegaban a nadie ni malgastaban. Ellos lo que hacían era dar voces en mitad de las plazas, dando vivas a la
República. Era muy raro que siguieran vivos. Manuel acabó yéndose a Martorell,
donde trabajó fabricando coches. Allí se fueron, a tener hijos que malhablaban
de la tierra de sus mayores. El Arrallao no tuvo hijos. El también se marchó allí, pero antes lo
rechazaron dos veces de extravagante que
era y al final, después de muchos años emigrado, quiso venirse a Extremadura para
no morir solo. Se me arrebujan fantasmas en la cabeza. Mientras escribo todo esto, ya es madrugada. El Agujetas va afillao por
tonás y pienso, aquí solo, que quizá estoy también bebiendo demasiado, como el abuelo José.
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