Son las cuatro de la madrugada
y padre aún no ha vuelto. No es que me preocupe, no es la primera vez que falta
de la casa durante la noche entera. Ni siquiera madre lo echa de menos, ni se
encuentra en ella una pizca de preocupación, ahí dormida, en su jergón de
madera con colchón de paja. No es extraño que padre no esté. Si ha cobrado
cinco pesetas en el casino, en donde el señor despacha como si fuera su
oficina, o si ha vendido leña, o unas docenas de huevos, o algunos peces
cogidos en la charca, entonces no es raro que no acuda pronto. Al contrario,
nos tiene acostumbrados a verlo regresar al despuntar el día, o quizá dos días
después, cayéndose por el flanco de la mula de borracho que viene, y sin una
moneda en los bolsillos.
Hace pocos años nos avisaron para que nos encargásemos, mi hermano y yo, de
recogerlo. Lo habían visto en el camino de la noria. Bueno, habían visto a la
mula en el camino de la noria. El animal estaba parado, cortando tallos de
avena brava con los dientes, muy mansamente y con gran paciencia. Como sabiendo
que iban a estar allí mucho tiempo, hasta que alguien llegase buscándolos.
Padre no se veía al principio, desde la loma polvorienta del camino. Pero
sabíamos que estaba allí, y allí lo encontramos: caído y como muerto en la
cuneta. Cubierto de espinos y con la cara cuarteada por el sol y la tierra
pegada en hilillos cerca de su boca, por donde había chorreado el vino.
Padre no está, pero bien que me recordó que hay que acudir hoy sin falta a los
maizales. Iré yo solo. No he dormido apenas nada, la noche no ha traído hoy
ningún soplo de aire fresco por entre los chaparrales y por eso he tenido tanto
calor como durante el día. La ropa se pega al cuerpo y el sudor no se respira,
sino que se queda como una segunda piel, engorrosa y asfixiante. Las ventanas
no alivian la sensación de ahogo, porque al abrirlas sólo entra por ellas un
vaho caliente como el aliento de un horno, acompañado de un olor picajoso a
agua de riego y a polen de maíz.
He salido al campo tras tomar un poco de café. Ahora el olor a polen es más
intenso. Las cañas son mucho más altas que yo. Tiemblo un poco al recordar que
pronto habrá que despanojarlas. Entonces, cuando la cuadrilla de hombres
entremos en los surcos, el calor será ya insoportable. Los penachos irán
cayendo a cada cuchillada, pero antes de caer al suelo formarán, entre todos,
una nube de polvo picante que entrará en cada poro de nuestro pellejo. No se
encuentra una gota de aire limpio que respirar, encajonados como vamos entre
hiladas, pisando surcos encharcados en donde se hunden nuestros pies hasta el
tobillo. A veces cuesta tanto sacarlos como si nos hubiera pillado un cepo lobero.
Y a veces se sacan sin la alpargata, que quedó sepultada en el fango, de donde
hay que exhumarla cavando en él con las manos, muy penosamente.
Hoy, además, esas panojas me parecen mucho más inquietantes. Se ven negras,
recortadas contra la luz blanca del amanecer. De este amanecer de hoy,
neblinoso de calima que anuncia más bochorno y más sudor. Esas panojas así
negras, son como los penachos de pluma que ponen en el pueblo a los caballos
del enterrador. Y tan fúnebres. No sé dónde estará padre. Seguro que está
borracho en alguna de las cantinas entre casa y el pueblo de abajo, el de la
vega. O entre casa y el otro pueblo, el de la sierra. Otro año, bien recuerdo,
padre vendió la carne de un venado que pudo cazar, porque quedó atrapado en una
regadera. También al pobre animal se le quedaron sus pezuñas hincadas en el
barro. El hombre nos anunció triunfal que volvería con ropa nueva y con bacalao
seco. Pasó un día y hermano fue a buscarlo. Tampoco volvió. Pasaron dos días
más y me mandaron a mi. Y los encontré a los dos terminando de gastar los
cuartos, apurando una frasca de vino blanco en el porche de la casa de la
madama. Al verme llegar, dos mujerucas se rieron desde el antepecho de la
planta de arriba. Y una de ellas se levantó la falda y me enseñó su coño, en
donde metía un dedo y lo chupaba luego, llamándome con mucho descaro, que
terminó de acogotarme.
Con la azada grande voy abriendo las regaderas. El agua limosa de las acequias
corre a borbotones, terminando de destruir y arrastrar la presilla de barro que
la retenía. La presa de barro que con la misma azada había taponado yo antes.
El agua fluye y va llenando con orden cada uno de los surcos, primero uno,
luego el siguiente. Siempre que abro las regaderas pienso que el agua... bueno,
no. Más bien siento que soy alguien superior, porque puedo llevarla a donde
quiero. Al agua, que es imposible retenerla entre las manos. Llevarla de un
lado a otro. Detenerla, hasta verla morir engullida por la insaciable tierra.
El agua sube hasta el mismo pie del maíz. Y al tocar su caña, noto que la cal
disuelta cuece en contacto con la piel verde. No sé qué tienen las cañas de
maíz, pero sé que la cal cuece al rozarlas el agua. Y desde ahí abajo sube un
vapor ardiente que pugna con el calor del sol para torturarme aún más. No creo
que haya en el mundo un lugar más caluroso, más irrespirable, que un maizal. No
creo que sea peor ni siquiera un desierto.
He trabajado durante todo el día. El calor y el polen me han irritado, nunca
nadie se acostumbra a eso. La noche antes, siempre juro para mis adentros que
no me limpiaré el sudor de la frente. Que lo dejaré correr hasta que gotee
desde mi nariz. Pero no puedo. Me lo quito de encima con el dorso de la mano. O
con la manga de la camisa. Pero la mano y la camisa también se saturan de polvo
y de polen. Y se convierten en una infección como de cierta química, que no me
alivia en el rostro, sino que lo hacen picar más, hasta ponerlo rojo, ardiendo.
Y hasta la frente me encuentro, al volver a casa, como en carne viva. Las
panojas dejaron de ser negras, cuando el sol las hizo brillar. Cuando empezaron
a parecer como de oro viejo, hecho en ramilletes para una diadema. Pero seguían
pareciéndome de mal agüero.
Tras cerrar la última acequia, al final de los caballones, estaba en el límite
de la plantación. Sumergí la azada en la arqueta, la limpié de barro y la dejé
dentro del agua, apoyando el machón en el fondo. Cuando la madera del cabo se
terminara de hidratar, se hincharía y la zacha de hierro dejaría de moverse. Me
lavé los brazos y metí la cabeza hasta el cuello de la camisa. No sabría
explicar por qué, aunque me sentí refrescado, no notaba el alivio de otras
jornadas al terminar el día. Quizá, pensaba mientras iba volviendo hasta el
cruce de caminos, es por saber que no tendré otro futuro que el que ahora veo.
Sembrando y regando maíz. Padeciendo este calor, que no deja vivir a nadie. O
porque nunca podré sentarme, tan tranquilo como el señor o su hijo, en las
mesas del casino, hablando de las ganancias o de la tierra que van a comprar.
Con chaleco y zapatos, con camisas blancas y reloj de bolsillo, mientras beben
vino del bueno y piden al mozo un plato de lomo partido bien finito. O de la
angustia de ver a madre así, cada vez más vieja y desengañada, viviendo en un
chozo con cubierta de ramas, cocinando en un fogón negro, con cuatro cacharros
que padre compró a un buhonero nada más casarse ellos. Pensando que sólo un
revés, me daba igual que fuera bueno o malo, un revés gordo de los que da la
vida de vez en cuando, podría torcer el rumbo de mis días. Y cambiar mi
destino, para llevarlo hasta no se sabe dónde.
A treinta pasos del cruce, con la azada al hombro, ya había perdido el hilo de
esos negros pensamientos. Pero la nube cargada de mal fario que salió conmigo
de madrugada me seguía acompañando, hasta hacer que me doliera la cabeza. Ya
mirara al suelo o ya al cielo. Ya a las cañas de maíz, que eran como un
batallón de soldados en formación, testigos de mi triste caminar hacia el
pabellón en donde mi futuro se iba a decidir. Batallón en ristre que no se
dignaba mirarme, yendo cabizbajo hasta el patíbulo, por si la negrura de mi
sino pudiera ser contagiosa. Ya hacía rato que volvía a estar acalorado. El
frescor de la poza quedó atrás. Y hasta el mango de la azada, que había estado
notando frío y chorreando agua sobre mi espalda, volvía a ser una astilla seca
y áspera, que arañaba mi hombro al ritmo del caminar. A treinta pasos del
cruce, no sé qué cosa me hizo mirar justo en la hilera precisa. Justo en ese
surco, que era igual a los cientos de otros surcos recién regados. Y no sé
cómo, ni qué extraño imán o rara intuición me hicieron asomarme justo allí. En
donde casi era imposible distinguir nada, menos aún con la luz ya menguante del
atardecer, pues el barro en las acequias es por igual negro y limoso. Y así
cubre piedras, raíces y cualquier cosa que en ellos se encuentre. Formando un
suelo blando y ondulado, virgen de huella alguna cuando el agua baja, como
hecho por el panadero cuando baña un bizcocho en chocolate. Y así cubría
también todo el cuerpo y las ropas de padre. Padre, que se encontraba en aquel
surco como depositado a propósito en su fosa. Todo a lo largo, encajado como un
guante en aquel hondón. Padre, convertido en una estatua de barro, por
igual el color de su rostro y de su camisa, y por igual su brillo. A quien yo
mismo, así lo comprendí enseguida, había dado muerte abriendo y cerrando
regaderas, al cubrirlo de aquella agua dura y legamosa. Templada y negra.
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