lunes, 18 de febrero de 2019

El galguero


Me tocó al lado. En un banquete de bodas, una de esas veces en las que vas a caer en una mesa en la que habrá otras ocho o diez personas a quienes conoces poco. O no conoces de nada. Y me tocó al lado. Un tipo enjunto, patilludo y con pelo ensortijado que dejaba caer, ya canoso, en una pequeña melena que bailaba como coleteando, a dos dedos de la nuca. Un hombre de campo, curtido y de mirada franca. Podría haber sido palmero, o conductor de calesa en el Parque de María Luisa. Pero no vino mal: al poco tiempo habíamos trenzado conversación sobre una afición que teníamos en común, y que por lo visto debe rezumarse por los poros o algo así, porque lo descubrimos el uno del otro en pocos minutos. Nos gustaba el Flamenco. Y nada: el convite fue largo y un pelín tedioso. Por eso, los demás nos miraban con cierta envidia, ya que para nosotros dos los minutos y las horas volaban: Toronjo, Porrina, Tena, Cintas, Calixto... Sevilla, La Unión, Jerez... soleá, fandango, toná... Hubiéramos podido seguir toda la noche. Al terminar una frase, mi colega suspiró: sí, el Flamenco, mi gran pasión. Y los galgos. Y seguimos dándole al palique sobre cadencias y sones. Pero el tema de los galgos me picó. Te la guardo, compadre. Para cuando pueda.Y pude. Sopesé si era o no oportuno sacar un tema espinoso, en un ambiente amable y correcto. Pero no podía irme sin preguntarlo. Puse el asunto sobre la mesa, un poco forzado, con una par de preguntas de fingido interés sobre los galgos. Un par de pases para poner al toro en suerte. Y entré a matar: ¿por qué los abandonáis? ¿cómo podéis? Pagamos justos por pecadores. Fue la respuesta. Y apuntillé un par de veces más. No somos todos iguales, me dijo. Pagamos justos por pecadores. Y en esa línea de respuestas cortas y que a mi me parecían propias de alguien culpable como Barrabás terció una parte del envite. ¿Qué harás -insistí- cuando alguno de esos cinco o seis que dices que tienes ahora ya no te valgan? Finalmente, mi compañero de mesa volvió a suspirar, ahora más hondo. Como dándose por vencido: este cabezón no se conforma con dos cosas, y seguirá preguntando y tocándome los huevos hasta que se haga de día. Y me contó algo más. Mira -me dijo- lo reconozco: tengo galgos desde que era muy joven. Y sí. Cuando alguno ya no valía, yo mismo y con estas manos, los ahorcaba. Esto lo decía mirando sus manos, pero como si esas manos no fueran suyas, sino las de un muerto. Las manos de otro. Con la boca torcida. Luego, ya no pude. Siempre trabajé en el campo. Y después de tantos años, siempre sin ir a la escuela, he aprendido muy pocas cosas. Una es, te lo puedo decir, que los animales son lo mejor que hay encima de la tierra. Y los galgos... no hay un perro más dulce que un galgo. Como creo que puse cara de no entender -o de no creer aún- él siguió. Tengo seis galgos, sí. Una, La Vieja, tiene dieciocho años. No ve ni oye nada. Apenas anda. Y cuando se acerca a la comida, casi siempre se cae de bruces al plato. Le doy de comer cada día a mano, despacito. De los otros, uno es su hijo, que ya tiene catorce. También va teniendo sus achaques, los cuartos traseros le flojean mucho. Y así. Pero estos galgos ¿sabes? irán muriendo conmigo. O yo con ellos.

Publicado en febrero de 2014

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