Me tocó al lado. En un banquete
de bodas, una de esas veces en las que vas a caer en una mesa en la que habrá
otras ocho o diez personas a quienes conoces poco. O no conoces de nada. Y me
tocó al lado. Un tipo enjunto, patilludo y con pelo ensortijado que dejaba
caer, ya canoso, en una pequeña melena que bailaba como coleteando, a dos dedos
de la nuca. Un hombre de campo, curtido y de mirada franca. Podría haber sido
palmero, o conductor de calesa en el Parque de María Luisa. Pero no vino mal:
al poco tiempo habíamos trenzado conversación sobre una afición que teníamos en
común, y que por lo visto debe rezumarse por los poros o algo así, porque lo
descubrimos el uno del otro en pocos minutos. Nos gustaba el Flamenco. Y nada:
el convite fue largo y un pelín tedioso. Por eso, los demás nos miraban con
cierta envidia, ya que para nosotros dos los minutos y las horas volaban:
Toronjo, Porrina, Tena, Cintas, Calixto... Sevilla, La Unión, Jerez... soleá,
fandango, toná... Hubiéramos podido seguir toda la noche. Al terminar una
frase, mi colega suspiró: sí, el Flamenco, mi gran pasión. Y los galgos. Y
seguimos dándole al palique sobre cadencias y sones. Pero el tema de los galgos
me picó. Te la guardo, compadre. Para cuando pueda.Y pude. Sopesé si era o no
oportuno sacar un tema espinoso, en un ambiente amable y correcto. Pero no
podía irme sin preguntarlo. Puse el asunto sobre la mesa, un poco forzado, con
una par de preguntas de fingido interés sobre los galgos. Un par de pases para
poner al toro en suerte. Y entré a matar: ¿por qué los abandonáis? ¿cómo
podéis? Pagamos justos por pecadores. Fue la respuesta. Y apuntillé un par de
veces más. No somos todos iguales, me dijo. Pagamos justos por pecadores. Y en
esa línea de respuestas cortas y que a mi me parecían propias de alguien
culpable como Barrabás terció una parte del envite. ¿Qué harás -insistí- cuando
alguno de esos cinco o seis que dices que tienes ahora ya no te valgan?
Finalmente, mi compañero de mesa volvió a suspirar, ahora más hondo. Como
dándose por vencido: este cabezón no se conforma con dos cosas, y seguirá
preguntando y tocándome los huevos hasta que se haga de día. Y me contó algo
más. Mira -me dijo- lo reconozco: tengo galgos desde que era muy joven. Y sí.
Cuando alguno ya no valía, yo mismo y con estas manos, los ahorcaba. Esto lo
decía mirando sus manos, pero como si esas manos no fueran suyas, sino las de
un muerto. Las manos de otro. Con la boca torcida. Luego, ya no pude. Siempre
trabajé en el campo. Y después de tantos años, siempre sin ir a la escuela, he
aprendido muy pocas cosas. Una es, te lo puedo decir, que los animales son lo
mejor que hay encima de la tierra. Y los galgos... no hay un perro más dulce
que un galgo. Como creo que puse cara de no entender -o de no creer aún- él
siguió. Tengo seis galgos, sí. Una, La Vieja, tiene dieciocho años. No ve ni
oye nada. Apenas anda. Y cuando se acerca a la comida, casi siempre se cae de
bruces al plato. Le doy de comer cada día a mano, despacito. De los otros, uno
es su hijo, que ya tiene catorce. También va teniendo sus achaques, los cuartos
traseros le flojean mucho. Y así. Pero estos galgos ¿sabes? irán muriendo
conmigo. O yo con ellos.
Publicado en febrero de 2014
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