sábado, 16 de febrero de 2019

Tiempo de setas


Macrolepiota procera  (Maza de Tambor)  Foto: Sociedad Micológica Extremeña

Las primeras lluvias del otoño han venido en cuerdas jugosas y rizadas. Hemos olido ya los primeros vapores de la tierra humedecida. Espero que llueva más.
Cuando viajamos a Monpazier, eso fue este verano, la noche nos llegó en carretera. El Perigord es más verde que Extremadura, y sus prados se siegan continuamente. No da tiempo a recoger las alpacas enrolladas: bajo ellas vuelve a crecer la hierba. La tierra es blanda como una moqueta. La noche, sí, bajó como un telón hasta las tablas. Y las candilejas del cielo quedaron brillando.
Interrumpí a Mercedes -siempre la interrumpo por cualquier cosa- para que sacásemos la cabeza por las ventanillas. Al caer el sol se había apropiado del campo un frescor inaudito. Como el aliento de un océano. Como el alma de un pozo. Había que respirar aquel aire. Daban ganas de parar.
Pero el campo, el aire, estaba tomado además por una presencia nueva y a la vez conocida. Algo que recordaba aún más a la propia tierra, como si el suelo se hubiera abierto como una granada, y hubieran quedado al descubierto sus entrañas: las raíces, el agua, cada filón de piedra, cada estrato de creta y de arcilla. Enseguida identificamos ese perfume. El aire, el campo, olía a trufa. Olía intensamente, frescamente, embriagadoramente a trufa negra.
Nos quedó bien claro que así era cuando la vieja bodeguera nos ofreció una cata de sus vinos. Estaban ricos, pero no eran únicos. Salvo uno: de una pequeña nevera sacó una botella y bebimos. Era un vino clarete, quizá no muy importante. Pero había sido afortunado. La mujer lo seleccionó para macerar en él durante unos meses unas láminas de trufa que luego había retirado. El efecto era increíble. Queríamos más, pero no quiso venderlo, la puñetera. C´est un cadeau. Juste pour prouver.
Ahora vendrán de nuevo, aquí también. En nuestro campo. Y el perfume de la noche, sólo hay que abandonar un rato las duras alfombras de asfalto, volverá a ser distinto. Hay que tener paciencia y dejar que la oscuridad te pille en el campo, o en el monte.
El corral de brujas volverá a bailar en torno a una encina. Las mazas de tambor surgirán como de la nada. Y las amenazantes lepiotas, blancas entre la hierba. Un boleto levantará la capa de agujas de pino. Mil caballeros templarios cabalgarán juntos, al borde de una vereda. Las trompetas de los muertos se alzarán como en Jericó. Del suelo brotará, envuelto en arena y desperezándose, el terroso gurumelo. Y de un tronco la oreja de Judas, que en verdad hace parecer que el árbol quiera escucharte.
El perfume de los hongos hace que el campo huela como el especiero de un chef. Pisar el suelo tierno y húmedo, apartar las hojas descompuestas ya de un alcornoque, encontrar el regio, el edulis o el fragans que son como panecillos bien horneados. El aromático cantharellus. Admirar a la bellísima cesárea. Y a la verna, su hermana albina. Igual de elegantes, igual de fatales. Disfrutar un poco de la dehesa, cuando ya el calor no nos lo hace imposible.
Un placer. Que se puede rematar poniendo la recolecta sobre las brasas, o en láminas marinadas con aceite de oliva. Pero con cuidado. Al fin y al cabo, como dicen los expertos, todas las setas se comen. Pero algunas, sólo una vez.

Publicado en octubre de 2011

0 comentarios:

Publicar un comentario