sábado, 16 de febrero de 2019

Las putas de Toulouse-Lautrec


Tienes razón, Henri Marie. Los que pintamos paisajes somos unos empanaos a los que no nos corre la sangre por los pinceles. O unos señoritingos de caballete en fin de semana, que babeamos para que nos salga bien bonito y bien colgable un jardincito japonés, como a Monet. Que nos hacemos pipí en los pantalones cuando vemos un jarro con flores, o un mantel blanquito y una hogaza. Así, tan rebien puestos, que se caigan de pura artificialidad. Y también tienes razón en que no te hemos respetado. Qué quieres, te dirán. Haber crecido, hombre de dios... En qué inauguración ibas a quedar bien, si no llegabas ni a la mesita de los canapés.
Las putas, Henri Marie, son el termómetro de la Humanidad. Ellas, que no tienen culpa de nada y que son víctimas de todo, pero especialmente de los hombres. Sí: de la naturaleza intrínsecamente material, hedonista y cosificadora de los hombres. De nuestro puñetero egoísmo. Aunque de eso no hablaré, porque no es hora, y porque ya tú sabes de eso más que yo. Las putas, señor de Toulouse-Lautrec son, quizá, los seres más piadosos de la tierra. Y los más dignos.
Nadie va a entender, tú sí, claro, que te refugiaras en los garitos. Pero en los garitos está la verdad. En la calle está la verdad. En las tabernas y en las tablas de un teatrillo. Sí: en un teatrillo, en donde se escenifica la mentira haciéndola graciosa: allí está también la verdad. Porque ellos -los actores, los bailarines, las putas- nos ponen delante de nosotros mismos. Delante de nuestra verdad. A menudo, de nuestra triste verdad. Y bien merece la pena pintarlos.
Fuiste alimentado por las putas. Y perfumado, como por la Magdalena. A lo mejor sólo ellas te lloraron. Bueno: también tus galeristas. Eras, estimado bribón, como de la casa. Medio hombre, habitabas los camerinos y las alcobas. Acaso tenido por inofensivo. Pero reclamando, una vez que otra, algún servicio. Sin pagar, claro.
Me habría gustado verte pintar, Henri Marie. Quizá tanto como a Velázquez. Porque lo hacías, estoy seguro, a pie de cama, acaso en paños menores. Y las más de las veces, hasta arriba de absenta. Como Dios manda. Me gustaría aprender a pintar carteles como tú. Sin fotografías retocadas, letras sobreimpresas con ordenador, ni programa informático alguno para editar tus imágenes. A pelo. Y a paleta. A mano. Extendiendo manchas planas y coloristas que son puñetazos en los ojos. Con luces de cabaret y con enaguas al viento. Con tobillos seductores y con posturas danzantes. Anunciando a la Avril, a la Goulue, o a Chocolat.

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