sábado, 16 de febrero de 2019

Una cerveza en la Guerra de Sucesión


Una tarde de hace años, celebré que el día comenzaba a ser más largo. Paseé por Badajoz. Y entré, de regreso al parking de motos, en la Catedral. Hacía mucho desde la última vez. La Catedral solía entonces estar abierta -no como actualmente- durante horas. El bueno de don Cristino solía pasear sobre sus losas de piedra y cualquier momento era bueno para preguntarle algo y recibir de corrido la historia de cada capilla, de cada rincón, de sus patios, o de la formidable lámpara de bronce dorado. Ya se sabe: una lámpara monumental de casi cuatro toneladas, con ciento cinco brazos, bellísimamente labrada. Había sido construída en el siglo XIX para el palacio del Congreso de los Diputados, pero al instalarla temieron con razón que la bóveda podía venirse abajo por su peso. Esto fue mucho antes de que sus señorías se mojaran por las goteras de tan insigne techumbre, o de que muchos impactos de bala de la intentona golpista se tapasen con aguaplast, como quien quiere tapar la propia bastardía con algo de maquillaje. El avispado de don Adelardo López de Ayala, pacense y presidente entonces de la cámara, arrimó el ascua: "-Si no sirve para aquí, nos la llevamos a Badajoz, que la bóveda de nuestra catedral tiene buenas piedras, pero poca iluminación..."   Dureza de testa y pocas luces: tal pareció que retrataba así a sus propias señorías.
Pero don Cristino no estaba ese día. En cambio, pude distinguir a don Francisco, ilustre teólogo y director del Museo Catedralicio. El hombre se afanaba -él sólo-  en mover unos tapices y lienzos montados en bastidores de varios metros de longitud. Obras pictóricas que yacían ahora en el suelo, tras pasar siglos colgadas en los muros. Avancé para ayudarle hasta terminar de colocarlas, apoyadas en unas columnas. Mis manos quedaron negras de un polvo secular que me daba miedo aspirar, por si pudiera tener bacterias antiquísimas y letales, como las que dicen que salen de las pirámides. Observábamos con la cabeza ladeada en ángulo recto a una de las telas:  con el tamaño de dos colosos, nos miraban, tras la gruesa pátina de oscura suciedad, los santos Marcos y Marceliano. Don Francisco y yo decidimos que la forma más científica y acorde a los procedimientos de restauración pictórica para adecentar aquellas obras de arte era lavarlas con jabón verde.
Recuerdo que bajé la escaleras de mármol hasta la plaza pensando en Marcos y Marceliano, mártires. Unos de los muchos patronos de la ciudad. Tantos, que creo que estamos abandonados de la mano de Dios, sólo por el conflicto de competencias que existe entre tanto santo protector. Al final del siglo XVII, Badajoz -como siempre-  era escenario de guerras que nos costaban sangre pero no aportaban nada. Portugal y Castilla. España y Portugal. Portugal e Inglaterra. Austria. Polonia. Francia.... Todos vinieron aquí a dirimir sus puñeteros problemas. Y siempre terminaban bañando Badajoz con sangre, sitiando sus muros, matando a sus vecinos y arrasando sus casas. En la Alcazaba, dentro del arrabal, un polvorín de munición y explosivos fue alcanzado por el rayo durante una tormenta. Un incendio amenazaba con hacerlo volar todo. La gente rezó a la Virgen y a los santos. Los que estuvieran ese día de guardia. Y cuando todo parecía que iba a estallar de una vez por todas, aparecieron dos chavales que, con denuedo y gran serenidad, se pusieron a trabajar extinguiendo las llamas hasta conseguirlo. Después desaparecieron. Estaba claro que habían sido ellos: Marcos y Marceliano.
Lástima que su decisión de protegernos durase poco. Siete años después, en plena Guerra de Sucesión, Badajoz fue primero usada como moneda de cambio entre los contendientes: borbónicos y austracistas, en un intento de acuerdo. Luego, fracasado éste, sería sitiada y tomada -un asedio más de los tantos que padeció esta ciudad- por ingleses y holandeses, en una de las campañas que se sucedieron entre uno y otro bando. Ese mismo año -1705- volvería a ser asediada de nuevo -¡otra vez más!- y tomada por españoles y portugueses. Cien años después vendrían otros cuatro asedios en la guerra contra Napoleón. Y aun otro más, en 1936.

(Sí amigos: la Guerra de Sucesión no fue orquestada por Franco para bombardear Barcelona. Fue una lucha entre dinastías extranjeras -Francia, Alemania-  para hacerse con la corona española. Y con el apoyo o la oposición, según el caso, de las demás potencias interesadas en el tute -Inglaterra, Portugal, Holanda-...Y que no dudaron en enfangar el suelo con la sangre de muchos muertos. Muertos extremeños, castellanos, gallegos, catalanes......)

"-Badajoz, una vez más-"   Pensaba, ya cerveza en mano, mirando a los cuervos que graznaban entre las campanas. Extremadura. Cuánto dolor callado.

Publicado en febrero de 2014

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