En el Bellas Artes de Badajoz,
como siempre, giro visita a una exposición temporal -Angel Carrasco Garrorena,
esta vez- y aprovecharé para dar unos paseos felices y tranquilos por los
fondos ya conocidos, la sien aún retumbando de ruidos de oficina y de clientes,
de teléfonos y maquinarias. Encuentro truncado el saludable plan de sentarme
también en su patio de mármol, para que los bustos femeninos de Torre Isunza me
miren de reojo mientras paladeo un cigarrillo, en tanto que yo las miro a
ellas con arrobo por la solidez de sus tetas. Me conformaré con la visita
corta, que también es corto además el tiempo del que dispongo.
Y va a ser poco y malo, pienso a medida que avanzo por la rampa de mármol y
escucho la conversación del guarda de seguridad con su cuñado, a grito en
cuello con su teléfono móvil. Treinta y cinco minutos le costó convencerle de
que no, que no hacía falta que comprase cerveza. Que ya él si eso.
Y Angel Carrasco Garrorena me miraba triste, como sospecho que debió vivir. Y
desde luego, morir.
-¿Qué te parecen los cuadros? Dime algo.
-Pues que dan pena...
-¡¿Tan malos son!?
-¡No, no! No quería decir eso... es que me dan pena de verdad.
-¿Y eso? Aunque ya me veo por dónde vas a salir...
-A algunos los veo tan apagados. Están sucios y rotos. Y esas tablitas de doce
por quince. Por sí solas ya son penosas. Son trozos del fondo de un cajón. Sí,
algunas son bonitas de verdad. Pero usted sabe mejor que yo cómo fueron
pintadas.
-Sí.
-En un banco de piedra del Retiro, con paseantes y curiosos que miraban desde
atrás. Con una cajita de cuatro tubos y medio de pintura, más retorcidos que la
mecha de un candil. Con más aguarrás que óleo, por eso ahora no tienen luz ni
vida.
-Es verdad. Y encima los han guardado apilándolos como si fueran revistas
viejas. Los bastidores han marcado las telas. Algunas están rotas. No se han
molestado en renovar ni los marcos, con la falta que les hace a muchos.
-Y que lo diga. Ni limpiarlos ni cuidarlos. Si sólo hay que mirarle a usted,
con ese foco que le han puesto, que parece que lo están interrogando.
-Como que me tiene deslumbrao.
-Y ese tipo que no se calla. Apenas puedo oir nada.
-¡Ya! ¡Ya se ha callado! ¿Qué ibas a decir?
-Pues que... ¿Y ahora quién chilla ahí arriba?
-Puf. Esa es otra. Esos no son guardas de seguridad. Son mis vecinos.
Discuten sobre pintura, sobre caza, sobre mujeres y sobre todo lo que se les
ponga a mano. El caso es discutir.
En efecto, la voz de Antonio Juez bajaba por las escaleras como un manojo de
cascabeles, rebotando en cada escalón.
-¡Antiguo! ¡Saborío! ¡Jaaaa, ja, ja...!
-¡Como suba te vas a acordar, changabailes! -atronaba Covarsí, rodeado de sus
monteros.
-¡Bárbaro!
-¡Mariquita!
-¿Y qué les pasa?- pregunté.
-No sé. Hoy han sacado la matraca de no sé qué de retratarse unos a otros.
Siempre están igual. Ahora se dirán que no saben pintar y todo eso.
Y es verdad que siguieron:
-Ya podías aprender de Leopoldo Gragera, sin ir más lejos. ¡Ole qué retratos!
¡Ole qué mujeres! Para pintar a los amigos y sus maestros ya podrías parecerte
a él. ¡So alucinao! -gritaba don Adelardo.
-Yo sólo pinto lo que veo. ¡Y si no te gusta, te aguantas!
-¿Pero cómo vas a pintar lo que ves?- rugió el viejo cazador, amartillando
peligrosamente su sarasqueta- ¡¡¡Si sólo pintas brujas, lechuzas, cadáveres de
obispos y fantasmas de mujeres en los huesos!!! ¿¿Pero tú qué fumas???
-Estoy que no puedo. De verdad, que me da algo. Estoy rodeada de patanes
-suspiraba Juez, como llevándose la mano a la frente. Decidí subir para
ver si lo podía calmar. Además, abajo Covarsí se volvía violento por momentos.
-Mis respetos, don Antonio.
-Mira, un visitante. Qué gracia. Te has perdido, bonita. La calle Menacho es
más arriba. Hay ropa fetén.
-No. Yo vengo a menudo a ver cuadros. Y en calle Menacho no hay nada de mi
talla.
-Ya. A ver los bodegones de Mejía y de Checa. Son ideales para hacer
calendarios de cocina.
-Hombre, no sea usted faltón. Si pintan estupendamente. Lo que pasa es que los
pintores extremeños han tenido más bien poco mundo, ¿sabe usted?. Pocas
influencias.
-Pues para eso está la imaginación, hombre de Dios. I-ma-gi-na-ción. Y ya está.
Y el mundo se pone del revés. O mejor: te lo pones de montera. Lo que no
se puede es pintar siempre campesinos, borricos y cántaros de barro. O
peor: cartuchos, escopetas, venados muertos y todas esas barbaridades. Señor,
quítame de enmedio... Es que ya no tengo paciencia.
-Hombre, no se ponga así, si yo les admiro mucho a todos ustedes.
A su lado, el antipático Ortega Muñoz, que nos había estado escuchando desde su
sempiterno desdén, finalmente intervino:
-Ni sabes pintar tú, ni sabe pintar él ¡ni aquí sabe pintar ni Dios!¡Sois
todos una panda de pringatelas! Influencia dice... ¡Mira y aprende, chorlito!
¡Mira! Picasso, Gris ¡hasta Cezanne!. Esos y muchos más están en mis
pinceladas. ¡El talento! ¡La textura! ¡La....! -dejé de escuchar y
dí un par de pasos atrás, porque el sanvicenteño nunca me pareció un tipo de
fiar. Además, una cosa es haber viajado y otra despreciar a tu tierra.
-No les hagas mucho caso- me dijo a la solapa Timoteo Pérez -Están un
poco alterados. Ten en cuenta que son muchos días y muchas horas sin que
pase por aquí ni la limpiadora, que es que no viene nadie, joer.
-Otro que tal baila...-Antonio Juez tenía estopa para todos. -Yo no estoy
histérica, que lo sepas...-
-He dicho que estamos todos alterados. No he dicho...
-¡Histérica! ¡Eso es llamarme histérica! Y ya estoy que trino ¿eh?
Más voces sonaban alrededor y por doquier. Ávalos, que seguía en el más allá
dando forma a cada trozo de granito que caía en sus manos. Y Bonifacio Lázaro
(-Como despertéis al viejo Morales, nos va a canear a todos, que lo
sepáis-). Y Lencero, que quería hacer poesía con un cacho de hierro
(-Pero así no hay forma, esto es un puto cachondeo- rezongó tras su barbaza,
tirando el martillo al suelo). Y hasta Eugenio Hermoso (-Yo le conozco.
Es usted el que viene a meditar al Museo... ¡Es que me parto! ¡A meditar aquí!
¡Si esto es un guirigay, hombre! Salga usted a la Soledad y tómese un tercio
usted que puede. Ande joven, ande. Váyase. Haga el favor...)
-Haga el favor, señor. Tenemos que cerrar. Ya se lo he dicho.
-Disculpe. No lo había oído
- ...
-Se lo juro. No lo había oído.
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