Fui muy precoz: aprendí
a montar en bici con tres años y medio. A mi me pareció, recuerdo, de lo más
normal. Pero a todos los vecinos de mi calle les sorprendía ver a un chiquinino
corriendo, "rápido como Ocaña", habiéndo ya quitado los ruedines de
la bicicleta, esos que otros niños llevaban durante mucho tiempo hasta que se
atrevían a quitar primero uno, luego otro.
La bicicleta. El sueño dorado. Comprar una bicicleta era un acontecimiento. Una
bicicleta se podía comprar a plazos, como hoy un coche. Porque la bicicleta era
el medio normal de transporte de muchos de los hombres que en mi barrio tenían
que salir, bien temprano, camino de su trabajo. Las bicicletas "de
hombre" eran grandes cabalgaduras "de barra", fabricadas con
tubo de acero bien lacado en colores gris o verde o rojo. Con su faro delantero
de visera cromada, alimentado por dinamo. Con su asiento de cuero y hasta su
cartera -de cuero también- que colgaba tras aquel, para transportar
alguna herramienta de mano. Cada bicicleta solía ir equipada con dos grandes
aguaderas de caucho que nos decían sin dudar el oficio de su propietario. Así
el albañil llevaba en ellas un badil, una llana, una plomada... El fontanero,
una llave de grifa, una madeja de estopa, una lamparilla... Y todos volvían
tras la jornada en una procesión de vehículos orgullosos, elegantes, que se
desplazaban con pedaladas muy lentas que, sin embargo, rendían al máximo
ganando metros a cada impulso.
La bici también era el mejor regalo de Reyes. Y cuando un niño era llevado a
Casa Benito, en la calle Zurbarán, era como si lo transportaran a la antesala
del cielo. El olor a neumático era embriagador. Y un sueño ver tantas
bicicletas colgando del techo, relucientes. Abajo, bajo el mostrador de madera
y vidrio, latas de parches y disolución, sillines, manetas. En las
paredes, más llantas plateadas y cubiertas nuevas.
Casa Benito era un lugar único. De hecho era único literalmente: no había nadie
más que vendiera bicicletas. Orbea, BH, Gimson, Derbi, Torrot. Algo
extraordinario. Tanto como que llegaran a tener más de sesenta bicicletas en
alquiler (¿creíais que era un invento de ahora?), como luego tuvieron
ciclomotores Guzzi y finalmente Vespinos, tambien a renta.
Yo tuve la suerte de poseer una bellísima Gimson de bastidor rojo rubí, con
frenos de varilla, dinamo, pilotos y un timbre reluciente y grande como el de
la recepción de un hotel. No levantaba medio metro del suelo, pero me parecía
una máquina maravillosa. Y lo era.
Ahora, cuando para lamentar la crisis y augurar que irá a peor decimos que
"pronto nos veremos otra vez en bici", uno piensa que eso que
ahora se dice como una maldición, antes, no hace tanto, era un sueño y un lujo.
Una bicicleta. Para desplazarse. Para divertirnos. Para vivir aventuras con una
pandilla de amigos. Mi Gimson, una bolsa de nueces y castañas. Y buscar
el camino a Fuente Caballeros. La dicha total.
(foto Cienmotos.com)
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