sábado, 16 de febrero de 2019

Mi mala educación


(foto: La Crónica de Badajoz.  El patio y la muralla)

            Edito: El colegio ha sido derribado hace pocos días, en enero de 2019


Muchos, sobre todo los de la edad de mis hijos, o aún más, no lo pueden entender. Pero es fácil, puedo asegurarlo. La mala educación. Eso es.
Hemos crecido en lugares en donde un animal era una cosa, o menos. En donde los hombres trabajaban fuera, y las mujeres cuidaban de la casa y los hijos. Cualquier variación sobre el esquema básico conocido de familia normalizada era objeto de chismes, cuando no de descalificación.
Por poco, pero aún canté el cara al sol antes de empezar las clases. Y por muchos años, el avemaría. Y el avemaríapurísima para pedir permiso al entrar en un lugar. Besar el anillo del obispo, cuando giraba visita. Recitábamos de memoria, curso a curso, pues el currículum educativo, si es que lo había, no cambiaba de uno para otro, datos, fechas y nombres inservibles. Además, con nula profundización, y con aún menos crítica. Por ejemplo, era de precepto saber que España era la primera productora mundial de aceite de oliva. Año tras año. Y tercera del mundo en producción de vino. Pero cuidado: aún te podía caer un suspenso si no te apresurabas a escribir "tercera en cantidad, que no en calidad. En calidad los primeros también, por encima de los franceses". Durante años se nos cansó con la absurda información de que en San Lúcar -¿qué es San Lúcar?-  se producía "mucha manzanilla". Y todos imaginábamos a un pueblo rodeado de margaritas aromáticas. Así es: mis profesores habían leído eso en alguna enciclopedia desfasada y, por supuesto, no habían actualizado ni corroborado dato alguno.... Y ni si quiera se habían preocupado de saber que, efectivamente, el asunto no iba de producción mundial de infusiones, sino de un vino que se llama así. Y que, fresquito, es de vicio. Ellos, los pobres, probablemente murieron sin haberlo conocido.
Años de ser cristianos por la gracia de Dios. Años de repetir que Franco "nos trajo la paz". De ver peñas de vecinos, todos hombres, cargar con la bota camino de la plaza de toros, por San Juan.
La lectura obligatoria, ay la lectura, que en eso no hemos cambiado... iba de Pardo Bazán a Pemán, pasando por Cervantes, Galdós o Unamuno. Que yo no me quejo. Pero que consiguió espantar a todos cuantos no tuvieron, como humildemente creo que me pasó a mi, suficiente paciencia y fueron exlectores ya para siempre después. Los resistentes descubrimos poco a poco, sin ayudas, o incluso con cierta persecución, a Twain, Salgari, Stevenson o Verne.
Empezamos las clases de inglés en séptimo de egebé. Demasiado tarde. Y demasiado poco, una clase o dos a la semana. No teníamos pista de deportes, gimnasio, aparatos ni ganas de ningún profesor de enseñarnos nada sobre el tema. Algunos, también en plan heroico, fundamos nuestros propios equipos de baloncesto, fútbol o lo que fuera. Saltábamos las tapias de los colegios maristas o salesianos. En Badajoz no había absolutamente ninguna otra canasta disponible. El hermano Paco, a veces, corría tras nosotros como si estuviéramos poniendo fuego al colegio, y no jugando a la pelota. Entrenábamos. Y llegamos a enfrentarnos en ligas contra los chicos de esos colegios. Ellos, naturalmente, acompañados en los partidos por sus padres, entrenadores y compañeros. Nosotros, solos. Sin complejos, pero dándonos cuenta de que veníamos de otro mundo: éramos de otra clase. Lo mismo pasó con el cine, el ajedrez, la historia, o cualquier otra inquietud que pudiéramos ver nacer en nuestras pequeñas almas. A nadie importaba.
O peor aún: importaban para mal. Yo dibujé y pinté desde niño. Pero en bachillerato, mi querido profesor de dibujo artístico-aún te recuerdo, envidioso hijo de puta-, que debía limitarse a enseñarnos cuatro cosas de perspectiva, decidió que yo no debería haber tenido un maletín de acuarelas, viejo y mil veces usado, sino una cajita de guaches de plástico recién comprada en Paule, como mis compañeros. Cuando tocó el tema de dibujar con puntitos de tinta, consideró que yo debía haber realizado un cubo o una esfera, como los demás, aunque la temática fuera libre. Y no una versión del Inocencio X de Velázquez. Fui el único de la clase que tuvo que examinarse en septiembre.
Todo era terriblemente absurdo. Recuerdo que escribíamos en folios. El tamaño A4 aún no se había impuesto. Pero para hacer los exámenes, era obligatorio ir a la papelería y comprar ex profeso uno o dos pliegos, o sea el papel con el doble de tamaño del folio. En clase, siempre se repetía el rito: como éramos pequeños y temíamos romperlos, nos poníamos en fila para que el profesor... ¡los doblara y los partiera en dos, para dejarlos en el mismo puñetero tamaño folio y poder usarlos!...
Las bibliotecas eran pobres, o no había. O estaban cerradas. En la pública, por supuesto internet no existía aún, había que leer con desmesura para extraer información de un asunto. Y tomar apuntes. Las fotocopias eran privativas, a diez pesetas la unidad.
Padecimos las sabidas manipulaciones destinadas a los niños de la época. Lo buen patriota que fue Jose Antonio. O lo malos que eran los rojos, menos mal que les ganamos. Y que había que ser del Bilbao, que para eso sus futbolistas eran todos españoles. Luego nos querrían convencer de que los odiáramos, porque todos eran de la ETA. Y a alguno nos quedó, aunque fuera por llevar la contraria, esa simpatía por el Athletic. El Athletic de Iríbar, Lasa, Villar, Rojo o Dani...
Sabíamos los nombres de los reyes godos, las capitales de estados que igual ya no existían y mil tontadas más. De la Historia, habíamos memorizado hazañas de verosimilitud más que dudosa de Cortés, Pizarro o el Cid. Pero luego salíamos al patio... El patio de mi colegio está, aún hoy, adosado a la muralla defensiva de Badajoz, bajo el baluarte de San Roque. La muralla del siglo XVII. La muralla sitiada y asaltada en 1811 por el mariscal Soult. Y por Lord Wellington en 1812.  El baluarte que, aún entonces, albergaba en su interior la vieja plaza de toros que fue escenario de los horrores en 1936.... Nada. No sabíamos, porque nadie nos lo dijo en tantos años de escolarización, qué era aquella pared. Ni quién fue Ibn Marwan. Ni Meléndez Valdés. Ni Muñoz Torrero. Ni Luis de Morales. Ni nadie.
De sexo, comprenderéis que ni hable.
Y así eran. Los que nos educaban y los que gobernaban este santo país. Aquella caterva de indocumentados con cabeza cuadrada y vacía. Aquella banda de paletos o de malintencionados, con menos mundo visto que el visillo de un confesionario. Aquella orquestina de cráneos engominados y moral hipócrita. La de los niños y niñas por separado. Ellos, que aprendan electricidad, ellas, sus labores. Esa España que olía a rancio a mil kilómetros. Pacata, inculta, ruín, sotanera y meapilas. La de las flores a María y el acto de contricción. Dime si has pecado y dónde te tocaste y cuántas veces. Que ahora, cuando te vayas, me tocaré yo. Esa España que muchos ahora añoran, por lo visto. Los de siempre, porque les convenía. Los demás, por imbéciles y porque no saben lo que es eso, ni lo que les puede caer encima, aunque ya bastante nos está cayendo.
Publicado en septiembre de 2013

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