sábado, 16 de febrero de 2019
Suspiros de España (y Portugal) o La Jornada de Reflexión
Recuerdo de nuevo aquella conversación con el gran Juan Luis Galiardo. Eran los años noventa, y estaba presentando su nueva película, Suspiros de España y Portugal. Hablamos de Extremadura, de España, de Portugal, de Europa. También un poco acerca de las mujeres y de la vida.
-Manolo, estoy contento con la película. Porque es que es eso. Somos eso.
-¿Qué es lo que somos?
-Bueno, lo que no somos. Nos venden Europa. Y nosotros no somos eso. Nosotros somos otra cosa.
No. Nosotros no somos eso. Y reconozco que durante un tiempo yo quise creer que sí lo éramos. O lo podíamos llegar a ser. Mozancones que sacan su traje del baúl y se lo ponen alisándolo con las manos. Albergando la esperanza de no llamar la atención cuando se sienten entre el resto de invitados. Pero viniendo a asumir su verdadera condición al comprobar que lo hacen, pero en los últimos asientos, apartados, lejanos. Cuando no de pie, o acaso sirviendo y recogiendo la mesa en donde comen otros.
No somos funcionarios de una cancillería alemana. Ni brokers de Societé Generale, ni traders de Frankfurt. No trabajamos en una empresa con guardería y seguro de familia. No hacemos pretzels, sino roscos de viento. Ni gofres, sino pestiños. No apuramos el almuerzo sobre un táper, pinchando con un tenedor de plástico a lo largo de un andén de metro.
Nosotros no somos eso. España (y Portugal) no somos nada de eso.
Portugal y España (sí, pero ¿qué España? ¿el monte y la meseta? ¿la costa y el interior? ¿o acaso algunas Españas también son otra cosa?) somos lo que tú dijiste, Juan Luis. Somos un par de maletillas, con más miedo que vergüenza. Dos pobres e incultos frailes, recién secularizados y desheredados sin saberlo. Dos vagabundos que deambulan por una tierra que otros poseen y aprovechan, pero que les pertenece, aunque no lo sepan ni puedan reivindicarla. Dos desarraigados. Dos tristes, infelices destinos, que sólo escuchan el rugido de sus tripas. Dos inocentes, que apenas prueban una brizna de felicidad cuando tienen que volver a salir corriendo. Bobos y buenos. Con ganas de pan y de sexo. No porque sean glotones y lascivos, sino porque nunca les permitieron ni comer ni follar.
Eso somos. O quizá un pescadero desconfiado, o un abad oscuro, o un guardia civil, o un porquero, o un soldado, o una puta de cuatro duros. Un alcalde zoquete, un ministro corrupto. Un cura y un terrateniente. El campo. Y el camino.
Porque vamos en bicicleta en la que hay aperos de trabajar, la mirada dura y los ojos muertos de sueño. Una bici sin cesta de flores, ni timbrecito.
En Europa, Juan Luis, tú lo sabías hace tantos años, nos esperan en el ruedo. Plantados en sus asientos de sombra. Con sus sombreros y sus puros. Esperando a que saltemos a la arena. Para reírse cuando nos vean correr. Porque nos pondremos, siempre lo hacemos, delante del toro. No por arte, sino por hambre.
Quizá, Juan Luis, pienses que Europa nos conoce ya. Y que acaso debería cuidarse por ello.
Que el hambre de los forcados es el mismo hambre que el de los Tercios.
El que hizo al porquero degollar guarros. Y de paso, también al capataz y al dueño.
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