sábado, 16 de febrero de 2019

Volveré a la Unión


En la Calle Canales estaba el cuchillero. Yo le había comprado una brocha de caballo. Era una brocha de crin azabache. Una brocha barata. Nunca comprendí por qué se venden brochas con cerda de nylon, si las hay de caballo, que son mejores y más económicas. O quizá son económicas porque nadie las compra ni sabe qué son, ni si existen. Aquella brocha la regalé a mi padre. Tuve otra y la regalé también. Necesito una brocha de caballo. Tengo trece brochas más, de tejón y de cerda vegetal. Pero no tengo brocha de caballo.
Tres décadas después volví a buscar al cuchillero, pero no estaba. Sólo había un kebab con un indio que lascaba una gran bola de carne. El indio del kebab no vendía brochas, sino carne con salsa agria de yogur. El indio del kebab tampoco cantaba fandangos, ni sabía que en esa misma calle había vivido Rojo el Alpargatero. Cuando volví a buscar al cuchillero, ya sabía que no lo iba a encontrar. Nunca se encuentra lo que se ha dejado atrás durante tanto tiempo. Por eso es tan importante disfrutarlo cuando lo tienes, en el momento. Aunque sea un fandango o una brocha de crin.
Rojo, el Alpargatero, cantaba fandangos y también los escuchaba y los aprendía. El fandango que arranca y para, para repetir un verso. El fandango, que requiebra y sale. A veces airoso y a veces burlón. A veces irreverente y rebelde. Muchas veces triste, cantando con gallardía el dolor del trabajo o de la pena.
Voy a La Unión. La carretera arde bajo las suelas. Desde el monte, se adivina Portman y se huele la vieja Carthago. El aire sabe a hierro y a salitre. Me sabe a calor. El lebeche sube la ladera y arroja fuego a la bahía, que yo imagino guardada por galeras y por las baterías de Ceniza. Cuando llego al mercado, los apoderados beben y hablan alto. Yo sólo quiero cerveza y un tomate. Y rellenar la bota de cabra con tinto de Jumilla. En la fachada del mercado han colgado un estandarte con un retrato del Alpargatero, el Rojo. El fandango, que aquí se mezcló con mineral, se hizo cante del minero. El fandango, que ya estaba en todas partes pero no era flamenco, esperaba que alguien lo cantara de nuevo, con cadencia andaluza, con compás y con guitarra. La taranta y la minera salieron de aquí como sale el hierro y el plomo de cada galería. El fandango está preso en Madrid, en Sevilla o en Granada, en tablaos para turistas. Convertido en un despacho de salero comercial, que suministran cada noche falsos gitanos con blusas de lunares. Pero el fandango -el flamenco todo- , el del Alpargatero, el de Mairena y el de Toronjo, como ahora el de El Cabrero, no estuvo siempre para fiestas, ni fue siempre miel para los oídos de este o del otro régimen. Bien lo notaron cuando Morente lo cantó, horas después de morir Carrero:  "-Pa ese coche funeral / yo no me quiero quitar el sombrero. / Pa ese coche funeral / que la persona que va dentro / me ha hecho a mí de pasar / los más terribles tormentos..."
No me llevo nada de La Unión. Así sé que volveré. Sé que, por tercera vez, no coincidiré con Paco de Lucía: las dos veces anteriores tuve poca suerte, para la tercera ya será imposible. Pero volveré. Me voy de madrugada, ahora con brisa de levante. Con la cabeza llena de rasgueos, tacones y melismas. Volveré por ver si se abrió de nuevo la vieja cuchillería y encuentro esa brocha, con pelo de crin y mango de olivo. Para llenar de nuevo la bota y colgarla de la mochila, aunque me miren pensando que soy un lunático o un borracho. Qué más me da. Para ver si consigo divisar las galeras....Para ver si tengo la suerte de que alguien me diga que no: que es mentira que Paco se haya ido, ¡si esta misma noche va a tocar!.... 

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