Foto: Cristóbal Salazar, Churriana |
Nacieron en tiempos de muerte. Estos
niños de la guerra crecieron aprendiendo que pertenecían al bando perdedor: el
de los pobres. Aunque no lo hubieran
elegido, ni quizá supieran leer ni escribir, ni ellos ni sus padres. La
revuelta de los campesinos –especialmente en Extremadura- hartos de pasar calamidades, había encendido
la mecha de la sublevación militar. Y los vencedores, además de haberlos despachado
en camiones de la muerte, se iban a tomar su revancha durante largos años de
opresión y de injusticia. Para estos niños, los que ahora nacían, serían años sobre todo de hambre. Los niños del hambre, el hambre de los niños. Los
niños de una sola camisa y de un solo pantalón, mil veces remendados. Los niños
que no amaban a su padre, sino que lo temían. Aquellas criaturas que ignoraban
el frescor de las sábanas limpias, o el candor de la infancia tranquila y
segura, esa a la que tienen derecho todos los niños. Esos niños y esas niñas tuvieron que abrir
enseguida sus ojos por la voracidad de la privación. Pero claro: eran chicos,
eran pobres y eran ignorantes. Eran justo lo que querían quienes hicieron la
guerra: mano de obra esclava. Miserables hambrientos, que por el pan llevaban o
traían una piara de cerdos desde un cortijo a otro, de noche, llorando de
miedo. Mano de obra cautiva que no sabía a qué tenía derecho, si es que alguno
tenía. Niños que soñaban con pan y carne de membrillo.
Aquellos niños y aquellas niñas
construyeron una vida y un país. Levantaron sus casas desde los cimientos. Hicieron, sin patrias ni banderas, que parezca
grande y limpio lo que antes era oscuro y ruin. Trabajaron -qué si no: no
sabían ni saben hacer otra cosa- hasta que no pudieron más. El trabajo fue su escudo
y estandarte, su modo de vida. El trabajo fue su licenciatura. Su visado hacia un
cachito de bienestar. Hicieron posible una sociedad distinta, nueva. Nos levantaron también a nosotros, sus hijos. Nos
dieron lo que tenían. Todo aquello que ellos no habían tenido, porque se les había
negado y se les había robado.
Ahora me acuerdo del cuento del
viejo que en pleno calor cavaba sudando para sembrar dátiles. Un joven se
acercó y le invitó a parar y descansar, para que el sol no lo matara. Y le dijo
que, de todos modos, no iba a poder comer los frutos de lo que sembraba, ya que
tardarían más en crecer de lo que él tardaría en morir por su edad. El viejo le contestó que era cierto, pero que
él cada día comía de los frutos de los árboles sembrados por sus mayores.
Los niños de la guerra, nuestros
mayores, son ahora los viejos que miran la vida sin comprenderla, porque los
tiempos les han sobrepasado. Ya no son suyos los paisajes, las costumbres, ni
los nombres de las calles. No entienden las bromas de los jóvenes, ni la
malicia de sus gobernantes. Todo es extraño. Al fin y al cabo, ellos sólo
querían comer puchero o gazpacho al venir del campo. Una sombra fresca para
dormir en verano, o un cobertor que les protegiera del frío de la sierra en
invierno. Un albérchigo, un pedazo de
carne, o freír unos dulces en Navidad. ¿Cómo van a entender ellos cuáles son ahora
nuestras necesidades o nuestros caprichos?
Ahora el mundo nos explica que ellos
ya vivieron bastante, o que ya no son productivos. Que nos encontramos en
estado de necesidad y que hemos de entender que quizá deberían sacrificarse. Como
si ellos hubieran hecho alguna cosa distinta en su vida que no fuera un
sacrificio. Y ahora algunos de sus hijos
y nietos viven y piensan como si los temporeros que trabajan y viven bajo los plásticos
fueran de otro planeta. Como si no fuera cierto que una sola generación nos separara
de la miseria. Sí. Una sola generación
nos separa de andar descalzos. De ser emigrantes. De ser analfabetos. De salir
del cortijo del señor, tras haber trabajado todo el día, y tener que esperar a
que te registren las alforjas por si robaste tocino. De fregar suelos de
rodillas. De cargar sacos de maíz, recoger algodón con dedos en llagas,
revender café, fumigar dedeté sin protección o dormir junto a las acémilas.
Dime cómo vives tú este momento,
este ahora. Dime si has olvidado quiénes son tus mayores. Dime tú quién te
crees que eres. De dónde crees que vienes.
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