viernes, 17 de enero de 2020

La mala educación

 Ella, con quince años nadas más, descubrió a fuerza de machismo y sinrazón que se encontraba sola. Todo aquello que hasta ese momento, el de la muerte de su madre, había constituido la sencilla y feliz existencia de la pobre niña, desapareció un día.


En su lugar, un aplastante nuevo orden de cosas llegó para instalarse sobre ella y sobre su hermano. Todos  -su padre, sus tíos- daban por descontado que era ella quien ocuparía el lugar de su madre desde el mismo instante en el que la pobre mujer falleció con poco más de cuarenta años. Desempeñando cada una de sus tareas de forma que, como tratándose de una pieza de sustitución, su padre pudiera mantener apenas sin cambios su cómoda rutina, a costa de una alteración tan traumática en la vida de su propia hija: abandonar la escuela, administrar la casa, cocinar, limpiar, atender a su hermano. Todo ello, además, con poca dotación económica, ni más ayudas ni recursos. Sin estar preparada para ello. Sin haberlo esperado, pues los dos niños desconocieron hasta el último momento la gravedad de lo que iba a suceder, aunque de todos modos hubiera sido difícil para ellos asumir o entender nada, caso de haber sido advertidos. No tenían posibilidad de encajar tanta mudanza, tanto desamparo. Era verdad: cuando moría un hombre, sus hijos perdían a su padre. Cuando moría una mujer, los hijos quedaban completamente huérfanos y solos. 

Casi ningún adulto entonces estaba comprendiendo nada de esto. Habían sido educados así. El papel de la mujer era ese.

Poco tiempo después el niño escapó de casa un par de veces, sin rumbo ni sentido. Corriendo a ninguna parte, llorando y tropezando por las calles. Supongo que en días en los que se le hizo insoportable el dolor, la falta de calor y la añoranza de su madre. No sólo no fue consolado de ningún modo, sino que se le buscó y persiguió como a un recluso. Y fue golpeado de forma impropia y brutal, hasta amoratar su cara de niño. Vi cómo lo trajeron la última vez de vuelta a casa. Pero no era él quien regresaba: ya no regresó nunca. Ya nunca reconocí en él al niño que se bañaba y jugaba conmigo en el Zapatón. Con quien luego sacaba agua de la acequia con una lata, para lavarnos con un pedazo de jabón, antes de cenar pan con tomate y queso a la luz del carburo.

Ella también escapó, tres años después. Pero ya nunca volvió. Una maleta con cuatro cosas, casi sin dinero, una carta de despedida en la mesilla. Fue un gran revuelo.

Qué sensación tan extraña. Qué inseguridad me producía entonces a mi, un crío, estar presenciando acontecimientos que me parecían claramente abusivos ya entonces. Y sus consecuencias: que yo entendía como el resultado lógico, más que esperable, de aquellos… ¡Mientras casi todos nuestros mayores estaban como en otro planeta, incapaces de ver la misma luz del día!

Y qué lejos parece quedar todo aquello. Como si lo que ahora escribo fuera ficción. Pero no lo es. No lo fue.

Cuando la injusticia es estructural nos envuelve a todos y nos engulle. O por falta de  arrestos para afrontarla, o porque de algún modo nos beneficia. El machismo, bien lo vi entonces, a mis doce años, estaba en todos nosotros. Y lo sigue estando.

Dije que ella nunca volvió, pero sí lo hizo. Un día, mucho tiempo después, acompañada de su nueva familia, su marido y sus hijos, que causaron en mi un gran impacto, cuando creía que esta historia no daba para más: ¡ellos también la trataban como a una sirvienta! ¡también le hablaban sin respeto y hasta recibía de ellos algún insulto y burlas!

Yo no sé qué siente o piensa quien ha sido educado en la Igualdad. Yo no lo fui. Pero hechos como estos, vividos o presenciados, me hicieron comprender algunas cosas. No podemos escapar del constructo social imperante en el periodo en el que nacemos y vivimos. Diría que tampoco somos responsables de las normas que lo rigen, en tanto que no fueron inventadas por nosotros e incluso es posible que las desaprobemos en todo o en parte, o que no las entendamos. De lo que somos responsables es de sacar tajada de un sistema estructuralmente injusto. Y también de no oponer la resistencia y la voz crítica esperables en la medida en que nos sea posible, en esos momentos en los que la vida te dice que es tu turno y que tienes que retratarte.

Cada uno es responsable del orden y el rumbo de su propia e individual existencia. De sus hechos. De articular su propio armazón de principios. Y de actuar en consecuencia. Elegir bando y trinchera, en esta guerra en la que la neutralidad no existe.


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