lunes, 12 de octubre de 2020

La Clase Obrera en Pearl Harbour (I)

       

Ruinas en Pearl Harbour (N.Geographic)
Ruinas en Pearl Harbour (N.Geographic)


En el alto de aquella loma de las Hawaii, un soldado raso vio algo extraño. Toda una noche de sábado de guardia y justo al terminar su turno, esto. Desde el borde del círculo naranja de su pantalla de radar una nube de puntitos oscuros se acercaba hacia el centro. Golpeó el costado del aparato con la mano abierta, pero esas raras interferencias siguieron allí, con la misma ruta.

Muchas veces pienso que nosotros, los que deberíamos considerarnos “clase” trabajadora, hemos caído en la ilusión de creernos los dueños del Pacífico. O al menos los dueños del pequeño islote que a cada uno nos haya tocado disfrutar.  No discuto el derecho a ese disfrute:  mi isla es mi casa, mis libros, mi familia, mis días de vacaciones… igual que tú o tú tenéis las vuestras, bien merecidas.  El problema, sin embargo, es la gran capacidad embriagadora que tiene el bienestar.  Y su poder amnésico, hasta el punto de hacer que no nos reconozcamos en aquello que nosotros o nuestros mayores fuimos hace bien poco. Nos hace gracia haber tenido aquel coche destartalado que ahora vemos en esa foto. O haber ido a todas partes en bici, durante años. Haber vivido en aquella casita tan chica, en aquel barrio. Aquella tele, aquellas gafas torcidas… Qué bien estamos ahora. Y no: no queremos desandar el camino. Nos aterra que nuestra prosperidad disminuya, en lugar de aumentar. Pero… joder, ese puto radar.

No eran interferencias de radio ni fallos del display. Los puntos negros eran zeros y nakajimas que iban a toda leche, en vuelo casi rasante. Unas horas después, los imponentes cruceros amarrados arderían o se hundirían. Se perderían cientos de personas que esa mañana, un domingo, hacían su vida con normalidad. Dormir un poco más, desayunar con tiempo, dar un paseo. Da igual si quieres o no entrar en lucha, da igual si sientes o no que estás en ella: lo estás. Porque alguien, en alguna parte, en algún despacho, señaló en el mapa el punto exacto en el que tú te encuentras y dijo “—Aquí”.  Da igual también si aún no sabes en qué bando situarte:  ya tienes uno. Porque los de enfrente saben perfectamente  —y desde hace mucho— que tú no eres de los suyos. Es así.  Despierta y haz sonar las bocinas. Nos agreden. Y tenemos que defendernos.

Es a ti. No te llamo a tomar por asalto el Palacio de Invierno, ni a pasar por las armas a la familia del zar, ni a nadie. No es esa la Revolución.  Tan solo, quizá, que pienses en los que ahora ocupan en la galera el puesto de remero hambriento y encadenado que antes ocupabas tú, o tus padres, o tus abuelos…En lugar de ello, muestras tu peor cara y un engreimiento legendario. Irritado, culpas de tus males a los que están por debajo de tu posición, que tampoco es muy alta, precisamente.  Sabes que en la empresa o en el batallón sufrimos como novatos el precio de los abusos, pero estás encantado cuando llega alguien menor, más pobre o más nuevo y corres a cometer abusos aún peores, olvidando por completo el dolor o la humillación que sentíamos poco antes y que, sin duda, ahora estás infringiendo.  Desconoces la empatía, y por eso eres incapaz de ver que las injusticias que padecemos tienen un carácter social y estructural.  Adquirir la sensibilidad hacia el dolor o la marginación que padecen otros nos haría sentirlos también y por ello la urgencia de su erradicación sería auténticamente colectiva. La empatía, sí, o la piedad hacia el menor, el más pobre o el más débil, haría posible —por necesaria— la transformación de la sociedad. Esa transformación: la verdadera revolución.

 

Pero cómo vamos a detener esto. Son más de trescientos aviones y vienen en oleadas. Actúan de forma precisa en un baile dramático y sincronizado; unos vienen en filas y para ametrallar bajan aún más hasta casi poder ver sus caras; otros, los más poderosos, sueltan su munición pesada desde muy arriba, como si no quisieran ver el daño terrible que causan cada vez que aprietan un botón… Creer que la injusticia es algo que sucede a los demás es erróneo. Pensar en la privación, el desahucio o la exclusión como algo ajeno a nosotros, nos define inmaduros. Contemplar estas cosas pero aprobarlas siempre que sean otros quienes las sufran, nos muestra como insolidarios. Y también como necios porque –ya dije- la injusticia, como una epidemia que también es, no se detiene casi nunca y, de una u otra forma, nos llega a todos. No te puedes inmunizar tú sólo: hay que fumigar cada calle. Cada día se hace menos viable —y éticamente menos aceptable— seguir haciendo como si nada. No es posible comer donuts en una terraza al sol mientras los cazas están friendo a tiros a nuestros semejantes. Hay que reaccionar o palmamos también.

 

Debemos perder la falsa sensación de seguridad. Al final, la realidad nos alcanza a todos.  No podemos seguir creyendo que pertenecemos al grupo de los Elegidos, o que viajamos en el vagón que es seguro que no va a descarrilar. No lo sabemos.  Dejemos de tener la sensación de importar a alguien, porque no es así. Dejemos de creer en vendedores de humo divino y humano. Ni en partidos de aquí o allá, integrados por botarates y botaratas centrales y autonómicos, que votan lo que haga falta para no perder su puesto. Que no es que vendan a la clase obrera o a la región o provincia a quienes deberían representar: es que venderían a sus familiares más directos con tal de mantener su estatus de vividores profesionales. Sostendrán, una legislatura tras otra, monarquías indecentes, privilegios eclesiales, votantes clientelares o sistemas de justicia predemocráticos…  Y por supuesto huid de estos iluminados que ahora pregonan algo que no es sino fascismo. Falsos patriotas que ondean sin pudor y sin saber símbolos, ideas y gestos que son propios del nacionalismo, del socialismo y hasta del anarquismo, sin saber qué historia ni qué puñetas hay tras ellos. Ondean banderas y se dicen defensores del pueblo y la nación y no sé qué otras putas mentiras más. Es todo falso. Miran por lo suyo y por lo de los ricos —que es justo lo contrario que lo tuyo y lo público—   Son supremacistas, zafios, xenófobos y violentos.  Embelesados por los uniformes y las medallas, pero cuyas familias de bien pagaron con lomos y chacina del pueblo para que el nene no supiera nunca lo que es la tercera imaginaria, ni perder dos años de su vida vestido de uniforme. De ir a una guerra, ni hablamos.  Machistas y vividores, meapilas endomingados que salen de misa de doce, dan un duro al pobre de la puerta creyéndose San Vicente de Paúl y giran la bocacalle para un rapidito con la querida, en el pisito que le tiene en un entresuelo, mientras su santa esposa se adelanta a casa a calentar los garbanzos de vigilia. Defensores de monarcas corruptos y de obispos con la mente tan sucia como su bragueta. Haraganes con clase. Nunca sabrán lo que es trabajar duro, o pagar impuestos como tú haces, aunque no llegues a fin de mes. Juran bandera de salón, pero sin marchas a cuarenta grados.  Trincan pasta pública a manos llenas, pero no quieren que tú tengas ayudas si estás en paro, ni sanidad, ni pensiones. Nada que no puedas pagar. 

El reto de la Clase Trabajadora es defender el bienestar público y hacer valer su dignidad.  Otra oleada:  siguen llegando zeros y aún estamos en calzoncillos  ¿Qué hacer?

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