Ruinas en Pearl Harbour (N.Geographic) |
En el alto de aquella loma de las
Hawaii, un soldado raso vio algo extraño. Toda una noche de sábado de guardia y
justo al terminar su turno, esto. Desde el borde del círculo naranja de su
pantalla de radar una nube de puntitos oscuros se acercaba hacia el centro.
Golpeó el costado del aparato con la mano abierta, pero esas raras
interferencias siguieron allí, con la misma ruta.
Muchas veces pienso que nosotros, los
que deberíamos considerarnos “clase” trabajadora, hemos caído en la ilusión de
creernos los dueños del Pacífico. O al menos los dueños del pequeño islote que
a cada uno nos haya tocado disfrutar. No
discuto el derecho a ese disfrute: mi
isla es mi casa, mis libros, mi familia, mis días de vacaciones… igual que tú o
tú tenéis las vuestras, bien merecidas. El problema, sin embargo, es la gran capacidad
embriagadora que tiene el bienestar. Y
su poder amnésico, hasta el punto de hacer que no nos reconozcamos en aquello
que nosotros o nuestros mayores fuimos hace bien poco. Nos hace gracia haber
tenido aquel coche destartalado que ahora vemos en esa foto. O haber ido a
todas partes en bici, durante años. Haber vivido en aquella casita tan chica,
en aquel barrio. Aquella tele, aquellas gafas torcidas… Qué bien estamos ahora.
Y no: no queremos desandar el camino. Nos aterra que nuestra prosperidad
disminuya, en lugar de aumentar. Pero… joder, ese puto radar.
No eran interferencias de radio ni
fallos del display. Los puntos negros eran zeros y nakajimas que iban a toda
leche, en vuelo casi rasante. Unas horas después, los imponentes cruceros
amarrados arderían o se hundirían. Se perderían cientos de personas que esa
mañana, un domingo, hacían su vida con normalidad. Dormir un poco más,
desayunar con tiempo, dar un paseo. Da igual si quieres o no entrar en lucha,
da igual si sientes o no que estás en ella: lo estás. Porque alguien, en alguna
parte, en algún despacho, señaló en el mapa el punto exacto en el que tú te
encuentras y dijo “—Aquí”. Da igual
también si aún no sabes en qué bando situarte: ya tienes uno. Porque los de enfrente saben perfectamente
—y desde hace mucho— que tú no eres de
los suyos. Es así. Despierta y haz sonar
las bocinas. Nos agreden. Y tenemos que defendernos.
Es a ti. No te llamo a tomar por asalto el Palacio de Invierno, ni a pasar por las armas a la familia del zar, ni a nadie. No es esa la Revolución. Tan solo, quizá, que pienses en los que ahora ocupan en la galera el puesto de remero hambriento y encadenado que antes ocupabas tú, o tus padres, o tus abuelos…En lugar de ello, muestras tu peor cara y un engreimiento legendario. Irritado, culpas de tus males a los que están por debajo de tu posición, que tampoco es muy alta, precisamente. Sabes que en la empresa o en el batallón sufrimos como novatos el precio de los abusos, pero estás encantado cuando llega alguien menor, más pobre o más nuevo y corres a cometer abusos aún peores, olvidando por completo el dolor o la humillación que sentíamos poco antes y que, sin duda, ahora estás infringiendo. Desconoces la empatía, y por eso eres incapaz de ver que las injusticias que padecemos tienen un carácter social y estructural. Adquirir la sensibilidad hacia el dolor o la marginación que padecen otros nos haría sentirlos también y por ello la urgencia de su erradicación sería auténticamente colectiva. La empatía, sí, o la piedad hacia el menor, el más pobre o el más débil, haría posible —por necesaria— la transformación de la sociedad. Esa transformación: la verdadera revolución.
Pero cómo vamos a detener esto.
Son más de trescientos aviones y vienen en oleadas. Actúan de forma precisa en
un baile dramático y sincronizado; unos vienen en filas y para ametrallar bajan
aún más hasta casi poder ver sus caras; otros, los más poderosos, sueltan su
munición pesada desde muy arriba, como si no quisieran ver el daño terrible que
causan cada vez que aprietan un botón… Creer que la injusticia es algo que sucede a los demás es erróneo.
Pensar en la privación, el desahucio o la exclusión como algo ajeno a nosotros,
nos define inmaduros. Contemplar estas cosas pero aprobarlas siempre que sean otros quienes las sufran,
nos muestra como insolidarios. Y también como necios porque –ya dije- la
injusticia, como una epidemia que también es, no se detiene casi nunca y, de
una u otra forma, nos llega a todos. No te puedes inmunizar tú sólo: hay
que fumigar cada calle. Cada día se hace menos viable —y éticamente menos
aceptable— seguir haciendo como si nada. No es posible comer donuts en una
terraza al sol mientras los cazas están friendo a tiros a nuestros semejantes.
Hay que reaccionar o palmamos también.
Debemos
perder la falsa sensación de seguridad. Al final, la realidad nos alcanza a
todos. No podemos seguir creyendo que
pertenecemos al grupo de los Elegidos, o que viajamos en el vagón que es seguro
que no va a descarrilar. No lo sabemos.
Dejemos de tener la sensación de importar a alguien, porque no es así. Dejemos
de creer en vendedores de humo divino y humano. Ni en partidos de aquí o allá,
integrados por botarates y botaratas centrales y autonómicos,
que votan lo que haga falta para no perder su puesto. Que no es que vendan a la
clase obrera o a la región o provincia a quienes deberían representar: es que
venderían a sus familiares más directos con tal de mantener su estatus de vividores
profesionales. Sostendrán, una legislatura tras otra, monarquías indecentes,
privilegios eclesiales, votantes clientelares o sistemas de justicia
predemocráticos… Y por supuesto huid de estos iluminados que ahora pregonan algo que no es sino fascismo.
Falsos patriotas que ondean sin pudor y sin saber símbolos, ideas y gestos que son
propios del nacionalismo, del socialismo y hasta del anarquismo, sin saber qué
historia ni qué puñetas hay tras ellos. Ondean banderas y se dicen defensores
del pueblo y la nación y no sé qué otras putas mentiras más. Es todo falso. Miran
por lo suyo y por lo de los ricos —que es justo lo contrario que lo tuyo y lo público— Son supremacistas, zafios, xenófobos y violentos.
Embelesados por los uniformes y las
medallas, pero cuyas familias de bien pagaron con lomos y chacina del pueblo
para que el nene no supiera nunca lo que es la tercera imaginaria, ni perder
dos años de su vida vestido de uniforme. De ir a una guerra, ni hablamos. Machistas y vividores, meapilas endomingados
que salen de misa de doce, dan un duro al pobre de la puerta creyéndose San
Vicente de Paúl y giran la bocacalle para un rapidito con la querida, en el pisito
que le tiene en un entresuelo, mientras su santa esposa se adelanta a casa a
calentar los garbanzos de vigilia. Defensores de monarcas corruptos y de
obispos con la mente tan sucia como su bragueta. Haraganes con clase. Nunca
sabrán lo que es trabajar duro, o pagar impuestos como tú haces, aunque no
llegues a fin de mes. Juran bandera de salón, pero sin marchas a cuarenta
grados. Trincan pasta pública a manos
llenas, pero no quieren que tú tengas ayudas si estás en paro, ni sanidad, ni
pensiones. Nada que no puedas pagar.
El reto de la Clase Trabajadora es defender
el bienestar público y hacer valer su dignidad. Otra oleada: siguen llegando zeros y aún estamos en
calzoncillos ¿Qué hacer?
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