martes, 7 de abril de 2020

Los niños del hambre


Foto: Cristóbal Salazar. Churriana
Foto: Cristóbal Salazar, Churriana
Nació un niño. Uno más. Casi se perdía ya la cuenta. Una boca más. Niño o niña, una más.  Aunque quizá daba lo mismo: donde comen dos, comen tres. O nueve, o diez… Lo importante es que no venía al mundo con un pan bajo el brazo, ya lo hubiera querido. No eran buenos tiempos. Muy al contrario, seguía la guerra.  Sólo unos meses antes todavía humeaban las trincheras en el Albaicín, en Granada. Como los parapetos de Puerta Trinidad, en Badajoz. Quizá fue casualidad que, en aquellos mismos días de verano, se estuviera escribiendo la condena de las dos ciudades. Y después, qué desastre…  Los camiones repletos de detenidos iban y venían. Y los pelotones de fusileros les esperaban junto a las tapias del cementerio:  en el de Badajoz y en el de Granada.  Las mismas tapias blancas, los mismos días de agosto, las mismas pilas de muertos.

Nacieron en tiempos de muerte. Estos niños de la guerra crecieron aprendiendo que pertenecían al bando perdedor: el de los pobres.  Aunque no lo hubieran elegido, ni quizá supieran leer ni escribir, ni ellos ni sus padres. La revuelta de los campesinos –especialmente en Extremadura-  hartos de pasar calamidades, había encendido la mecha de la sublevación militar. Y los vencedores, además de haberlos despachado en camiones de la muerte, se iban a tomar su revancha durante largos años de opresión y de injusticia. Para estos niños, los que ahora nacían, serían años sobre todo de hambre. Los niños del hambre, el hambre de los niños. Los niños de una sola camisa y de un solo pantalón, mil veces remendados. Los niños que no amaban a su padre, sino que lo temían. Aquellas criaturas que ignoraban el frescor de las sábanas limpias, o el candor de la infancia tranquila y segura, esa a la que tienen derecho todos los niños.  Esos niños y esas niñas tuvieron que abrir enseguida sus ojos por la voracidad de la privación. Pero claro: eran chicos, eran pobres y eran ignorantes. Eran justo lo que querían quienes hicieron la guerra: mano de obra esclava. Miserables hambrientos, que por el pan llevaban o traían una piara de cerdos desde un cortijo a otro, de noche, llorando de miedo. Mano de obra cautiva que no sabía a qué tenía derecho, si es que alguno tenía. Niños que soñaban con pan y carne de membrillo.  

Aquellos niños y aquellas niñas construyeron una vida y un país.  Levantaron sus casas desde los cimientos.  Hicieron, sin patrias ni banderas, que parezca grande y limpio lo que antes era oscuro y ruin. Trabajaron -qué si no: no sabían ni saben hacer otra cosa- hasta que no pudieron más. El trabajo fue su escudo y estandarte, su modo de vida. El trabajo fue su licenciatura. Su visado hacia un cachito de bienestar. Hicieron posible una sociedad distinta, nueva.  Nos levantaron también a nosotros, sus hijos. Nos dieron lo que tenían. Todo aquello que ellos no habían tenido, porque se les había negado y se les había robado. 

Ahora me acuerdo del cuento del viejo que en pleno calor cavaba sudando para sembrar dátiles. Un joven se acercó y le invitó a parar y descansar, para que el sol no lo matara. Y le dijo que, de todos modos, no iba a poder comer los frutos de lo que sembraba, ya que tardarían más en crecer de lo que él tardaría en morir por su edad.  El viejo le contestó que era cierto, pero que él cada día comía de los frutos de los árboles sembrados por sus mayores.  

Los niños de la guerra, nuestros mayores, son ahora los viejos que miran la vida sin comprenderla, porque los tiempos les han sobrepasado. Ya no son suyos los paisajes, las costumbres, ni los nombres de las calles. No entienden las bromas de los jóvenes, ni la malicia de sus gobernantes. Todo es extraño. Al fin y al cabo, ellos sólo querían comer puchero o gazpacho al venir del campo. Una sombra fresca para dormir en verano, o un cobertor que les protegiera del frío de la sierra en invierno.  Un albérchigo, un pedazo de carne, o freír unos dulces en Navidad.  ¿Cómo van a entender ellos cuáles son ahora nuestras necesidades o nuestros caprichos?

Ahora el mundo nos explica que ellos ya vivieron bastante, o que ya no son productivos. Que nos encontramos en estado de necesidad y que hemos de entender que quizá deberían sacrificarse. Como si ellos hubieran hecho alguna cosa distinta en su vida que no fuera un sacrificio.  Y ahora algunos de sus hijos y nietos viven y piensan como si los temporeros que trabajan y viven bajo los plásticos fueran de otro planeta. Como si no fuera cierto que una sola generación nos separara de la miseria.  Sí. Una sola generación nos separa de andar descalzos. De ser emigrantes. De ser analfabetos. De salir del cortijo del señor, tras haber trabajado todo el día, y tener que esperar a que te registren las alforjas por si robaste tocino. De fregar suelos de rodillas. De cargar sacos de maíz, recoger algodón con dedos en llagas, revender café, fumigar dedeté sin protección o dormir junto a las acémilas.  

Dime cómo vives tú este momento, este ahora. Dime si has olvidado quiénes son tus mayores. Dime tú quién te crees que eres. De dónde crees que vienes.

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