martes, 8 de diciembre de 2020

Cuando llega el invierno

 




De niño, jugaba en la playa o en el río. No me cansaba de querer atrapar el agua, de querer guardarla en un modesto hoyo, cavado en el suelo. No comprendía el pesar angustioso de ese afán. El de la vida. El del tiempo, que pasa y se escapa. También el de la inutilidad de ciertos esfuerzos. Cuando ponemos, quizá, el empeño en evitar lo inevitable. 

Ante el espejo, el pelo está cada día más blanco. La piel se va moteando de manchas que antes no estaban... Y ¿me lo parece, o será verdad que hasta la forma de mirar de ese hombre es también cada día más melancólica? Aún peor: ¿cuándo notaré que mis manos no sirven para pintar? ¿que ya no pueden guiar la navaja sobre la espuma? ¿Cuándo abriré un libro sin poder leerlo? ¿cuándo soltaré esta pluma que ahora uso, sin haber conseguido escribir con ella?  ¿Miraré algún día a mis hijos sin reconocerlos?

Con todo, creo que esa tristeza no será mayor que la de ahora: la de ver ese desgaste y ese adiós lento en mis mayores. Ver que dejan de ser lo que fueron. Irme despidiendo de ellos tan poco a poco, que indigna de dolor. Y no poder hacer nada. Ni buscar nada ni a nadie. Ni encontrar ni comprar nada, porque nada hay. Sólo estar. Y hasta que se nos permita, vivir. Y aprender. Y no olvidar.

lunes, 12 de octubre de 2020

La Clase Obrera en Pearl Harbour (I)

       

Ruinas en Pearl Harbour (N.Geographic)
Ruinas en Pearl Harbour (N.Geographic)


En el alto de aquella loma de las Hawaii, un soldado raso vio algo extraño. Toda una noche de sábado de guardia y justo al terminar su turno, esto. Desde el borde del círculo naranja de su pantalla de radar una nube de puntitos oscuros se acercaba hacia el centro. Golpeó el costado del aparato con la mano abierta, pero esas raras interferencias siguieron allí, con la misma ruta.

Muchas veces pienso que nosotros, los que deberíamos considerarnos “clase” trabajadora, hemos caído en la ilusión de creernos los dueños del Pacífico. O al menos los dueños del pequeño islote que a cada uno nos haya tocado disfrutar.  No discuto el derecho a ese disfrute:  mi isla es mi casa, mis libros, mi familia, mis días de vacaciones… igual que tú o tú tenéis las vuestras, bien merecidas.  El problema, sin embargo, es la gran capacidad embriagadora que tiene el bienestar.  Y su poder amnésico, hasta el punto de hacer que no nos reconozcamos en aquello que nosotros o nuestros mayores fuimos hace bien poco. Nos hace gracia haber tenido aquel coche destartalado que ahora vemos en esa foto. O haber ido a todas partes en bici, durante años. Haber vivido en aquella casita tan chica, en aquel barrio. Aquella tele, aquellas gafas torcidas… Qué bien estamos ahora. Y no: no queremos desandar el camino. Nos aterra que nuestra prosperidad disminuya, en lugar de aumentar. Pero… joder, ese puto radar.

No eran interferencias de radio ni fallos del display. Los puntos negros eran zeros y nakajimas que iban a toda leche, en vuelo casi rasante. Unas horas después, los imponentes cruceros amarrados arderían o se hundirían. Se perderían cientos de personas que esa mañana, un domingo, hacían su vida con normalidad. Dormir un poco más, desayunar con tiempo, dar un paseo. Da igual si quieres o no entrar en lucha, da igual si sientes o no que estás en ella: lo estás. Porque alguien, en alguna parte, en algún despacho, señaló en el mapa el punto exacto en el que tú te encuentras y dijo “—Aquí”.  Da igual también si aún no sabes en qué bando situarte:  ya tienes uno. Porque los de enfrente saben perfectamente  —y desde hace mucho— que tú no eres de los suyos. Es así.  Despierta y haz sonar las bocinas. Nos agreden. Y tenemos que defendernos.

Es a ti. No te llamo a tomar por asalto el Palacio de Invierno, ni a pasar por las armas a la familia del zar, ni a nadie. No es esa la Revolución.  Tan solo, quizá, que pienses en los que ahora ocupan en la galera el puesto de remero hambriento y encadenado que antes ocupabas tú, o tus padres, o tus abuelos…En lugar de ello, muestras tu peor cara y un engreimiento legendario. Irritado, culpas de tus males a los que están por debajo de tu posición, que tampoco es muy alta, precisamente.  Sabes que en la empresa o en el batallón sufrimos como novatos el precio de los abusos, pero estás encantado cuando llega alguien menor, más pobre o más nuevo y corres a cometer abusos aún peores, olvidando por completo el dolor o la humillación que sentíamos poco antes y que, sin duda, ahora estás infringiendo.  Desconoces la empatía, y por eso eres incapaz de ver que las injusticias que padecemos tienen un carácter social y estructural.  Adquirir la sensibilidad hacia el dolor o la marginación que padecen otros nos haría sentirlos también y por ello la urgencia de su erradicación sería auténticamente colectiva. La empatía, sí, o la piedad hacia el menor, el más pobre o el más débil, haría posible —por necesaria— la transformación de la sociedad. Esa transformación: la verdadera revolución.

 

Pero cómo vamos a detener esto. Son más de trescientos aviones y vienen en oleadas. Actúan de forma precisa en un baile dramático y sincronizado; unos vienen en filas y para ametrallar bajan aún más hasta casi poder ver sus caras; otros, los más poderosos, sueltan su munición pesada desde muy arriba, como si no quisieran ver el daño terrible que causan cada vez que aprietan un botón… Creer que la injusticia es algo que sucede a los demás es erróneo. Pensar en la privación, el desahucio o la exclusión como algo ajeno a nosotros, nos define inmaduros. Contemplar estas cosas pero aprobarlas siempre que sean otros quienes las sufran, nos muestra como insolidarios. Y también como necios porque –ya dije- la injusticia, como una epidemia que también es, no se detiene casi nunca y, de una u otra forma, nos llega a todos. No te puedes inmunizar tú sólo: hay que fumigar cada calle. Cada día se hace menos viable —y éticamente menos aceptable— seguir haciendo como si nada. No es posible comer donuts en una terraza al sol mientras los cazas están friendo a tiros a nuestros semejantes. Hay que reaccionar o palmamos también.

 

Debemos perder la falsa sensación de seguridad. Al final, la realidad nos alcanza a todos.  No podemos seguir creyendo que pertenecemos al grupo de los Elegidos, o que viajamos en el vagón que es seguro que no va a descarrilar. No lo sabemos.  Dejemos de tener la sensación de importar a alguien, porque no es así. Dejemos de creer en vendedores de humo divino y humano. Ni en partidos de aquí o allá, integrados por botarates y botaratas centrales y autonómicos, que votan lo que haga falta para no perder su puesto. Que no es que vendan a la clase obrera o a la región o provincia a quienes deberían representar: es que venderían a sus familiares más directos con tal de mantener su estatus de vividores profesionales. Sostendrán, una legislatura tras otra, monarquías indecentes, privilegios eclesiales, votantes clientelares o sistemas de justicia predemocráticos…  Y por supuesto huid de estos iluminados que ahora pregonan algo que no es sino fascismo. Falsos patriotas que ondean sin pudor y sin saber símbolos, ideas y gestos que son propios del nacionalismo, del socialismo y hasta del anarquismo, sin saber qué historia ni qué puñetas hay tras ellos. Ondean banderas y se dicen defensores del pueblo y la nación y no sé qué otras putas mentiras más. Es todo falso. Miran por lo suyo y por lo de los ricos —que es justo lo contrario que lo tuyo y lo público—   Son supremacistas, zafios, xenófobos y violentos.  Embelesados por los uniformes y las medallas, pero cuyas familias de bien pagaron con lomos y chacina del pueblo para que el nene no supiera nunca lo que es la tercera imaginaria, ni perder dos años de su vida vestido de uniforme. De ir a una guerra, ni hablamos.  Machistas y vividores, meapilas endomingados que salen de misa de doce, dan un duro al pobre de la puerta creyéndose San Vicente de Paúl y giran la bocacalle para un rapidito con la querida, en el pisito que le tiene en un entresuelo, mientras su santa esposa se adelanta a casa a calentar los garbanzos de vigilia. Defensores de monarcas corruptos y de obispos con la mente tan sucia como su bragueta. Haraganes con clase. Nunca sabrán lo que es trabajar duro, o pagar impuestos como tú haces, aunque no llegues a fin de mes. Juran bandera de salón, pero sin marchas a cuarenta grados.  Trincan pasta pública a manos llenas, pero no quieren que tú tengas ayudas si estás en paro, ni sanidad, ni pensiones. Nada que no puedas pagar. 

El reto de la Clase Trabajadora es defender el bienestar público y hacer valer su dignidad.  Otra oleada:  siguen llegando zeros y aún estamos en calzoncillos  ¿Qué hacer?

martes, 7 de abril de 2020

Los niños del hambre


Foto: Cristóbal Salazar. Churriana
Foto: Cristóbal Salazar, Churriana
Nació un niño. Uno más. Casi se perdía ya la cuenta. Una boca más. Niño o niña, una más.  Aunque quizá daba lo mismo: donde comen dos, comen tres. O nueve, o diez… Lo importante es que no venía al mundo con un pan bajo el brazo, ya lo hubiera querido. No eran buenos tiempos. Muy al contrario, seguía la guerra.  Sólo unos meses antes todavía humeaban las trincheras en el Albaicín, en Granada. Como los parapetos de Puerta Trinidad, en Badajoz. Quizá fue casualidad que, en aquellos mismos días de verano, se estuviera escribiendo la condena de las dos ciudades. Y después, qué desastre…  Los camiones repletos de detenidos iban y venían. Y los pelotones de fusileros les esperaban junto a las tapias del cementerio:  en el de Badajoz y en el de Granada.  Las mismas tapias blancas, los mismos días de agosto, las mismas pilas de muertos.

Nacieron en tiempos de muerte. Estos niños de la guerra crecieron aprendiendo que pertenecían al bando perdedor: el de los pobres.  Aunque no lo hubieran elegido, ni quizá supieran leer ni escribir, ni ellos ni sus padres. La revuelta de los campesinos –especialmente en Extremadura-  hartos de pasar calamidades, había encendido la mecha de la sublevación militar. Y los vencedores, además de haberlos despachado en camiones de la muerte, se iban a tomar su revancha durante largos años de opresión y de injusticia. Para estos niños, los que ahora nacían, serían años sobre todo de hambre. Los niños del hambre, el hambre de los niños. Los niños de una sola camisa y de un solo pantalón, mil veces remendados. Los niños que no amaban a su padre, sino que lo temían. Aquellas criaturas que ignoraban el frescor de las sábanas limpias, o el candor de la infancia tranquila y segura, esa a la que tienen derecho todos los niños.  Esos niños y esas niñas tuvieron que abrir enseguida sus ojos por la voracidad de la privación. Pero claro: eran chicos, eran pobres y eran ignorantes. Eran justo lo que querían quienes hicieron la guerra: mano de obra esclava. Miserables hambrientos, que por el pan llevaban o traían una piara de cerdos desde un cortijo a otro, de noche, llorando de miedo. Mano de obra cautiva que no sabía a qué tenía derecho, si es que alguno tenía. Niños que soñaban con pan y carne de membrillo.  

Aquellos niños y aquellas niñas construyeron una vida y un país.  Levantaron sus casas desde los cimientos.  Hicieron, sin patrias ni banderas, que parezca grande y limpio lo que antes era oscuro y ruin. Trabajaron -qué si no: no sabían ni saben hacer otra cosa- hasta que no pudieron más. El trabajo fue su escudo y estandarte, su modo de vida. El trabajo fue su licenciatura. Su visado hacia un cachito de bienestar. Hicieron posible una sociedad distinta, nueva.  Nos levantaron también a nosotros, sus hijos. Nos dieron lo que tenían. Todo aquello que ellos no habían tenido, porque se les había negado y se les había robado. 

Ahora me acuerdo del cuento del viejo que en pleno calor cavaba sudando para sembrar dátiles. Un joven se acercó y le invitó a parar y descansar, para que el sol no lo matara. Y le dijo que, de todos modos, no iba a poder comer los frutos de lo que sembraba, ya que tardarían más en crecer de lo que él tardaría en morir por su edad.  El viejo le contestó que era cierto, pero que él cada día comía de los frutos de los árboles sembrados por sus mayores.  

Los niños de la guerra, nuestros mayores, son ahora los viejos que miran la vida sin comprenderla, porque los tiempos les han sobrepasado. Ya no son suyos los paisajes, las costumbres, ni los nombres de las calles. No entienden las bromas de los jóvenes, ni la malicia de sus gobernantes. Todo es extraño. Al fin y al cabo, ellos sólo querían comer puchero o gazpacho al venir del campo. Una sombra fresca para dormir en verano, o un cobertor que les protegiera del frío de la sierra en invierno.  Un albérchigo, un pedazo de carne, o freír unos dulces en Navidad.  ¿Cómo van a entender ellos cuáles son ahora nuestras necesidades o nuestros caprichos?

Ahora el mundo nos explica que ellos ya vivieron bastante, o que ya no son productivos. Que nos encontramos en estado de necesidad y que hemos de entender que quizá deberían sacrificarse. Como si ellos hubieran hecho alguna cosa distinta en su vida que no fuera un sacrificio.  Y ahora algunos de sus hijos y nietos viven y piensan como si los temporeros que trabajan y viven bajo los plásticos fueran de otro planeta. Como si no fuera cierto que una sola generación nos separara de la miseria.  Sí. Una sola generación nos separa de andar descalzos. De ser emigrantes. De ser analfabetos. De salir del cortijo del señor, tras haber trabajado todo el día, y tener que esperar a que te registren las alforjas por si robaste tocino. De fregar suelos de rodillas. De cargar sacos de maíz, recoger algodón con dedos en llagas, revender café, fumigar dedeté sin protección o dormir junto a las acémilas.  

Dime cómo vives tú este momento, este ahora. Dime si has olvidado quiénes son tus mayores. Dime tú quién te crees que eres. De dónde crees que vienes.

viernes, 17 de enero de 2020

La mala educación

 Ella, con quince años nadas más, descubrió a fuerza de machismo y sinrazón que se encontraba sola. Todo aquello que hasta ese momento, el de la muerte de su madre, había constituido la sencilla y feliz existencia de la pobre niña, desapareció un día.


En su lugar, un aplastante nuevo orden de cosas llegó para instalarse sobre ella y sobre su hermano. Todos  -su padre, sus tíos- daban por descontado que era ella quien ocuparía el lugar de su madre desde el mismo instante en el que la pobre mujer falleció con poco más de cuarenta años. Desempeñando cada una de sus tareas de forma que, como tratándose de una pieza de sustitución, su padre pudiera mantener apenas sin cambios su cómoda rutina, a costa de una alteración tan traumática en la vida de su propia hija: abandonar la escuela, administrar la casa, cocinar, limpiar, atender a su hermano. Todo ello, además, con poca dotación económica, ni más ayudas ni recursos. Sin estar preparada para ello. Sin haberlo esperado, pues los dos niños desconocieron hasta el último momento la gravedad de lo que iba a suceder, aunque de todos modos hubiera sido difícil para ellos asumir o entender nada, caso de haber sido advertidos. No tenían posibilidad de encajar tanta mudanza, tanto desamparo. Era verdad: cuando moría un hombre, sus hijos perdían a su padre. Cuando moría una mujer, los hijos quedaban completamente huérfanos y solos. 

Casi ningún adulto entonces estaba comprendiendo nada de esto. Habían sido educados así. El papel de la mujer era ese.

Poco tiempo después el niño escapó de casa un par de veces, sin rumbo ni sentido. Corriendo a ninguna parte, llorando y tropezando por las calles. Supongo que en días en los que se le hizo insoportable el dolor, la falta de calor y la añoranza de su madre. No sólo no fue consolado de ningún modo, sino que se le buscó y persiguió como a un recluso. Y fue golpeado de forma impropia y brutal, hasta amoratar su cara de niño. Vi cómo lo trajeron la última vez de vuelta a casa. Pero no era él quien regresaba: ya no regresó nunca. Ya nunca reconocí en él al niño que se bañaba y jugaba conmigo en el Zapatón. Con quien luego sacaba agua de la acequia con una lata, para lavarnos con un pedazo de jabón, antes de cenar pan con tomate y queso a la luz del carburo.

Ella también escapó, tres años después. Pero ya nunca volvió. Una maleta con cuatro cosas, casi sin dinero, una carta de despedida en la mesilla. Fue un gran revuelo.

Qué sensación tan extraña. Qué inseguridad me producía entonces a mi, un crío, estar presenciando acontecimientos que me parecían claramente abusivos ya entonces. Y sus consecuencias: que yo entendía como el resultado lógico, más que esperable, de aquellos… ¡Mientras casi todos nuestros mayores estaban como en otro planeta, incapaces de ver la misma luz del día!

Y qué lejos parece quedar todo aquello. Como si lo que ahora escribo fuera ficción. Pero no lo es. No lo fue.

Cuando la injusticia es estructural nos envuelve a todos y nos engulle. O por falta de  arrestos para afrontarla, o porque de algún modo nos beneficia. El machismo, bien lo vi entonces, a mis doce años, estaba en todos nosotros. Y lo sigue estando.

Dije que ella nunca volvió, pero sí lo hizo. Un día, mucho tiempo después, acompañada de su nueva familia, su marido y sus hijos, que causaron en mi un gran impacto, cuando creía que esta historia no daba para más: ¡ellos también la trataban como a una sirvienta! ¡también le hablaban sin respeto y hasta recibía de ellos algún insulto y burlas!

Yo no sé qué siente o piensa quien ha sido educado en la Igualdad. Yo no lo fui. Pero hechos como estos, vividos o presenciados, me hicieron comprender algunas cosas. No podemos escapar del constructo social imperante en el periodo en el que nacemos y vivimos. Diría que tampoco somos responsables de las normas que lo rigen, en tanto que no fueron inventadas por nosotros e incluso es posible que las desaprobemos en todo o en parte, o que no las entendamos. De lo que somos responsables es de sacar tajada de un sistema estructuralmente injusto. Y también de no oponer la resistencia y la voz crítica esperables en la medida en que nos sea posible, en esos momentos en los que la vida te dice que es tu turno y que tienes que retratarte.

Cada uno es responsable del orden y el rumbo de su propia e individual existencia. De sus hechos. De articular su propio armazón de principios. Y de actuar en consecuencia. Elegir bando y trinchera, en esta guerra en la que la neutralidad no existe.