El cacharro hacía girar una cinta con viejas
canciones: Garfunkel se desgañitaba en el final del “Bridge”. Las tardes eran pesadas
aquel verano. Estaba fracasando todo. The Mamas and the Papas volvían a la
carga con su California Dream. Y Dylan y Denver. The Byrds, Supertramp, los
Stones. Parecía un niño nacido en época y lugar equivocados. Ahora me recuerdo
triste y ya harto de todo. Y no se esperaba la aparición de ningún duende −ni
Puck, ni Titania, ni leches− que lo arreglara todo de golpe. O lo terminara de
estropear.
Mis lecturas ya habían dado buena cuenta de Stevenson,
Twain, Verne… y le daba a clásicos más adultos. Pero la poesía aún no había
echado a andar. O quizá es que lo leído hasta entonces −algo de Neruda,
Hernández o Lorca- lo había hecho a destiempo, sin sentido ni orientación: sin
enterarme de lo que pasaba, como de tantas otras cosas en mi vida. Aquel año me
estanqué del todo en el barro. Nada que hacer y ningún plan de futuro. Por
decirlo de otra forma: un pobre payaso sentado en un claro de bosque. Sin papel
en la comedia y sin texto que aprender. Comedia sin maldita gracia: escrita con
pocas palabras de las cuales todas sobraban.
Yo guardaba las cassettes en una caja de zapatos. Sólo
unas pocas, con sus estuchitos de plástico rayado. Grabadas y copiadas unas de
otras: Sony, Tdk, Maxell, de 60 o de 90. Con el nombre del álbum y del artista
en el lomo y el de las canciones en la portada: todo escrito con letras de
molde azul bic. Elvis, claro. Beatles Golden Hits, con dos remiendos de
tesafilm en la cinta, que ya se rompía de tanto uso. Oldies de los 60, con
Animals, The Who… Algo de clásica. También Raphael. Y, por favor: Camilo Sesto,
el mejor solista melódico, con su Getsemaní muy superior al de Ted Neeley o al
de Ian Gillan. Leño, creo recordar. Avanzando los ochenta llegarían los Clash,
los ACDC y alguna más. Serrat no estaba.
El cantautor de las rimas tan extrañas, con aquel vibrato tan trabajoso en la
voz, no me llamaba en absoluto la atención. No encontraban en mi ninguna
resonancia sus letras, que cantaban a las cosas pequeñas, a lo entrañable del
pueblo o del barrio, al amor, al mar, a la libertad. Al paso de los años. Porque
yo no reparaba en todo eso. Aún faltaba mucho antes de saber nada de Sabina,
Ibáñez o Guerrero… y antes de que me deslumbraran el Blues y el Flamenco.
Ninguna ilusión, tan joven. Desnortado y sin puñetera
idea de cuál sería el próximo paso a dar. Y, bueno: así son a veces las cosas.
Me viste y te vi. No te busqué, ni me viniste a buscar. Y todo eso. Y en el
mismo mes me llamó el amor y me llamó la gloriosa Armada Española. Y uno, que ante
todo es un caballero, hizo lo que había que hacer. Primero, blasfemar un rato
desde el colmillo derecho. Luego aguantar las burlas de los colegas. Y después
cumplir. O empezar a cumplir aquello que, de repente, cobraba sentido y tomaba
forma: un objetivo. Metas, cosas que hacer. Razones por las que trabajar y
pelear. Semanas después, ¡cuántas
aventuras en tan pocos días! y ya con el pelo podado a dos milímetros, afronté
otro desafío: había que ir en pareja a escuchar a Serrat en concierto… una
noche de verano (de paciencia es nuestra prueba, Lisandro, tan propia del amor
como el deseo o la ilusión).
Entre arrumacos, en los tendidos de la plaza de toros que
aún conservaban el calor del día que se había ido, fui escuchando, canción tras
canción, aquellas mismas letras que ya conocía de la radio o la tele. Pero nada
era igual. Verdaderamente el verano, o lo que fuera, parecía danzar con algún
tipo de magia o de comedia. Aquel tipo con su guitarra no sólo me aludía.
Estaba, punto por punto, explicándome. Porque
no hacía más que pensar en ella, cuyo nombre me sabía a hierba. Y comprendía
que tenía que cerrar mi puerta y echarme a andar. Fui entendiendo el dolor altivo
de Hernández y la melancolía de Machado. Y añoré los barquitos que también yo había
botado en el arroyo, o el blanco de las paredes de mi calle.
Ahora que Serrat se ha ido me pregunto quién
explicará, para que lo entiendan, qué es lo que sienten sin saberlo aquellos
que vengan. Quién les hará reparar en las cosas pequeñas. También me doy cuenta
de que es un final junto con otros finales. Los de los que se van retirando y
los de los que se van marchando del todo. De que vamos bajando la cuesta
porque, poco a poco, irán cesando los ruidos y se acabará la fiesta. Es así.
Pero es cierto también que la hemos gozado y lo seguimos haciendo. Con alguien
pude crecer y aprender, construir casa, familia y vida. Y mezclar nuestros
libros y nuestras cosas. Me llevó a ver al Serrat y la llevé a ver al viejo trío
Taj Mahal. Quién sabe: igual aún no sea de noche, ni tiempo de hadas. No
podemos saber cuántas funciones quedan por representar. Cuántos libros que leer
o conciertos a los que acudir, una noche de fiesta. Pero pasa todo tan rápido
como un sueño, así son los años. Como una visión asombrosa. Un sueño que
ningún ingenio humano −ni siquiera el Joan Manuel− pudiera explicar.
No habrá quien lo cuente. Quedará como un payaso quien se proponga decirlo.
No hay ojo que oyera, ni oído que viera, ni mano que palpe, ni lengua que
entienda, ni alma que relate el sueño que he tenido. El que he vivido.