martes, 8 de diciembre de 2020

Cuando llega el invierno

 




De niño, jugaba en la playa o en el río. No me cansaba de querer atrapar el agua, de querer guardarla en un modesto hoyo, cavado en el suelo. No comprendía el pesar angustioso de ese afán. El de la vida. El del tiempo, que pasa y se escapa. También el de la inutilidad de ciertos esfuerzos. Cuando ponemos, quizá, el empeño en evitar lo inevitable. 

Ante el espejo, el pelo está cada día más blanco. La piel se va moteando de manchas que antes no estaban... Y ¿me lo parece, o será verdad que hasta la forma de mirar de ese hombre es también cada día más melancólica? Aún peor: ¿cuándo notaré que mis manos no sirven para pintar? ¿que ya no pueden guiar la navaja sobre la espuma? ¿Cuándo abriré un libro sin poder leerlo? ¿cuándo soltaré esta pluma que ahora uso, sin haber conseguido escribir con ella?  ¿Miraré algún día a mis hijos sin reconocerlos?

Con todo, creo que esa tristeza no será mayor que la de ahora: la de ver ese desgaste y ese adiós lento en mis mayores. Ver que dejan de ser lo que fueron. Irme despidiendo de ellos tan poco a poco, que indigna de dolor. Y no poder hacer nada. Ni buscar nada ni a nadie. Ni encontrar ni comprar nada, porque nada hay. Sólo estar. Y hasta que se nos permita, vivir. Y aprender. Y no olvidar.